En una reunión de organizaciones promercado vinculadas a Red Atlas, efectuada en diciembre pasado, Mario Vargas Llosa declaró: “en estos días, podemos estar perdiendo América Latina. La realidad es que la extrema izquierda avanza de una manera sistemática y que todo el continente […] está de alguna manera amenazado”. Días después, con la derrota de la derecha en los comicios chilenos, su temor parecía convertirse en realidad. Y es que tal escenario, aunado al “ boom progresista” en México, Bolivia, Argentina, Perú y Honduras, parecía indicar un giro a la izquierda en la región. Esto ha alimentado una interpretación “electoralista” en sectores progresistas de México y otros países, quienes entienden el cambio social más como producto de la ocupación de cargos directivos en el gobierno y la activación de maquinarias electorales, que como efecto de un nuevo sentido común fundado en valores democráticos e igualitarios, el cual podría encontrar en el sistema educativo un enclave de crecimiento.
De la historia podemos aprender que el éxito de un proyecto de transformación –o conservación– social, está íntimamente ligado a la consolidación de un proyecto educativo específico, formal o no, y que la educación en tanto hecho social no es un espacio libre de conflictos donde todas las perspectivas pueden coexistir de manera plena (una lectura que, por cierto, beneficia a menudo a sectores dominantes). Dada la condición conflictiva del sector, un proyecto educativo progresista debe contemplar un nivel programático y otro estratégico para su realización. El programa puede fundarse en los valores mencionados, pero consolidarse en la conformación de propuestas viables de política pública. En el nivel estratégico, resulta importante saber con quiénes se disputa y cómo se puede avanzar.
Estrategia es un elemento ausente en el programa educativo de algunos sectores de progresismo latinoamericano. Y esto es así porque, a diferencia de Vargas Llosa y compañía, no se han dado a la tarea de identificar grupos y tendencias a las que hay que combatir en el plano de las ideas. Por eso no ha resultado extraño oír a lopezobradoristas, kirchneristas, correístas o partidarios de Lula, apropiarse irreflexivamente de narrativas educativas originadas en el lado de quienes supuestamente combaten. Debido a cierta falta de estrategia –porque falta de interés sería mucho peor– el progresismo regional ha terminado por perpetuar el proyecto educativo de las derechas, al legitimar y profundizar lineamientos clave sobre educación.
Resulta claro que cualquier iniciativa de cambio requiere abrir al menos dos frentes de discusión, que se refieren a dos tendencias ideológico-políticas que, aunque con su especificidad, llegan a tener puntos de encuentro relevantes: la ultraderecha y la tendencia gerencial. Ambas han logrado “materializarse” en actores específicos que se organizan en alianzas internacionales y que han logrado intervenir positivamente en los debates o la toma de decisiones relativas a la educación pública de una forma abierta.
Rastrear a la ultraderecha no resulta complicado. Su programa educativo conlleva una narrativa abierta de privatización exógena, control docente y anulación de contenidos curriculares “izquierdistas”. Su expresión orgánica también es evidente. Basta con echar un ojo a la tan acudida Carta de Madrid, impulsada por el partido español Vox y recién firmada por un conjunto de legisladores panistas. Entre quienes la han suscrito encontramos nombres como Carlos Leal, quien en calidad de diputado local en Nuevo León impulsó el PIN parental, una propuesta que con cierto éxito, buscaba profundizar el control sobre el cuerpo docente, atentaba contra la diversidad y cuestionaba la condición laica de la educación pública, o Javier Milei, diputado argentino vinculado a Red Atlas, para quien la educación pública es un “centro de adoctrinamiento marxista” que hay que combatir mediante la implementación de vouchers educativos, propuesta en su momento impulsada vehementemente por Milton Friedman.
La tendencia gerencial se expresa sobre todo en organizaciones civiles y redes de dichas organizaciones que, vinculándose con actores políticos relevantes, han logrado tomar parte en procesos de gobernanza educativa. Al echar mano de una “dictadura de los expertos” han logrado imponer una aproximación de mercado a nociones como calidad, competencia, rendición de cuentas o autonomía escolar, presentadas como “neutrales y científicas”. Históricamente su desarrollo resulta complejo, aunque vinculado con el despliegue de actividades de think tanks estadunidenses financiados por agencias estatales y corporaciones multinacionales, y creados por académicos cercanos a la Fundación Ford. Estos actores buscaban reformar la educación para “renovar” la fuerza de trabajo regional ante la aceleración de la mundialización del capital. El elemento que unifica su programa es la Teoría del capital humano, donde han hallado una explicación al “por qué” de la educación (apuntalar la acumulación de capital y el crecimiento) y al “cómo” (reformas convenientes que, cambiando el funcionamiento de las escuelas, vayan en esa dirección).
Más allá de vaivenes electorales, plantear un “giro a la izquierda” requiere una ruptura clara y responsable con la “herencia neoliberal” en el ámbito de la cultura, en especial en el sistema educativo. Y ello no será por decreto, sino por la ejecución estratégica de un programa congruente… parece que, en el caso mexicano, esa oportunidad se ha perdido.
* Politólogo. Autor de La pedagogía del capital. Empresarios, nueva derecha y reforma educativa en México