En México se ha documentado que las mujeres activistas ambientales son víctimas de “violencia comunitaria”. Salen de madrugada de su hogar para proteger a las tortugas en la comunidad comca’ac o seris, en Sonora, y “las etiquetan” para socavar su credibilidad y estatus dentro de las comunidades y desalentar a sus congéneres a colaborar.
Especialistas advirtieron que este es un ejemplo de que los crímenes ecológicos traen “nuevos patrones que agravan” la violencia de género. Itza Castañeda, consultora en género del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en México, señaló que los delitos ambientales además son la cuarta forma más importante de crimen organizado.
En el conversatorio Género y Tráfico de Vida Silvestre, apuntó “que cuando hay un Estado frágil, pobreza y desigualdad, estos crímenes generan mayor problema a las mujeres”, expresó.
Carlos Mases, investigador y perito en criminalística ambiental, indicó que en un estudio en Oaxaca se detectó que en la cadena de tráfico de vida silvestre mientras más se acerque a la escala local, la mujer tiene “mayor participación” en el transporte, cuidado y crianza de ejemplares como medio para sobrevivir. Mientras en un estudio de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza en algunas regiones de África se observó que los conflictos sobre el acceso a recursos escasos pueden dar lugar a prácticas donde “los pescadores se niegan a vender pescado a las mujeres si no es a cambio de relaciones sexuales”.
Asimismo, “encontramos que la trata de personas y el trabajo for-zado” son recurrentes en la caza furtiva de vida silvestre o la extracción ilegal de recursos, explotando a las comunidades locales.