Durante la última semana, uno de los diálogos públicos que más puso a hervir las redes fue la confirmación de que el afamado y multi-premiado (https://bit.ly/3rCV34i) trapper/reggaetonero puertorriqueño Bad Bunny ofrecerá dos shows en el Estadio Azteca (9 y 10 de diciembre de 2022). Las páginas de venta de boletos colapsaron, el delirio en torno al astro pop en español del momento se desbordó y los ataques entre fans y detractores fueron el meollo de la discusión. Ante lo aplastante de este género que a inicios de siglo se creía una moda pasajera, mas ya duró dos décadas, quien escribe ofrece una somera reflexión, en aras de equilibrar un diálogo que se polariza con descalificaciones erráticas.
Es innegable que el reggaetón es un suceso masivo contundente que no a todos gusta. Pero es que en la realidad, los fenómenos sociales, no pueden adecuarse a lo que uno esperaría. Lo que toca es entender por qué suceden, en vez de denostarlos.
El reggaetón figura en la cultura popular desde fines de los años 80 (con el panameño El General), entonces más asociado al dancehall y el ragga-muffin jamaicano; luego a fines de los años 90 con el boricua Vico C “el filósofo del rap” y con Wisin & Yandel. Si bien los especialistas no se ponen de acuerdo en si nació en los barrios bajos de Puerto Rico o en Panamá (donde habría surgido entre jamaicanos inmigrantes que aceleraban sus discos de reggae para hacerlo más bailable), aunque se le reconocía más como dembow, con los años ha devenido en el equivalente del rap y hip hop callejeros estadunidenses, en el sentido de no necesitar mucho más que un ritmo básico debajo, emparentado no con el funk como aquéllos, sino con los ritmos caribeños, y un montón de rimas creativas encima, llenas de identidad latinoamericana en su lenguaje, imágenes y costumbres, mismo que no ha dejado de regarse como pólvora ni de estallar en las mentes millennials y Gen Z, de Miami a Madrid, de la Ciudad de México a Buenos Aires.
A inicio de los dosmiles, la reacción en cadena vino con el Papi Chulo de Lorna, La Gasolina de Daddy Yankee y el Atrévete-te-te de Calle 13. Tego Calderón, Don Omar, fueron también nombres fuertes. Hoy sus exponentes son ya incontables, a lo ancho de diversos países de habla hispana, entre los que destacan los colombianos J Balvin y Maluma. Históricamente, a Bad Bunny (Benito Martínez) le ha tocado ser el exponente más exitoso, como cosecha del hype gradualmente acumulado, no sólo en Latinoamérica sino en Estados Unidos, sin dejar de cantar/rapear en español.
¿Por qué genera encono en unos y pasión en otros? Se trata de un encontronazo de criterios entre lo que “debiera” ser la música para jóvenes, según los criados con los guitarrazos de los años 90, y el gozo de los más morros que ven en el reggaetón más un vínculo generacional que hace enojar a sus mayores, que un mero ritmo. Aunque sus detractores tachen al género de misógino (mucho de él sí lo es), sus fans (feministas incluidas) lo defienden porque es el vehículo por el cual les tocó oír hablar de sexualidad de forma más inmediata (en el caso de Bad Bunny, alegan que es menos violento que otros en sus letras, en el sentido del sometimiento, y que va más por la seducción, el cachondeo), y porque es un buen pretexto para la cercanía en el baile y el toqueteo atrevido, el encendido de la calentura. Otro punto que defienden sus seguidores woke/progresistas es que despreciarlo sería clasista, pues el ritmo y sus exponentes “vienen del pueblo”.
Aquí es donde sus detractores enfocan mal su argumento y acuden al criterio (ellos sí) clasista, de élite cultural o educativa (lo cual es ya una falacia: hace mucho que gusta a las clases media y alta); se parapetan llamándolo vulgar o machista, siendo que el machismo está en casi todas las expresiones; no es privativo del reggaetón. Si se pudiera hablar de alguna “carencia” (lo cual es subjetivo), acaso sería sobre su precariedad técnica, su ritmo machacante y repetitivo, sin embargo, tal rasgo también lo tienen el dance, la banda, el disco o la cumbia, por ejemplo. Con todo, el error básico en su descalificación está en que se espera más de él, de lo que realmente es, en vista de que ocupa el espacio masivo que por muchos años ha ocupado el rock, sin ver que el reggaetón es simple música pop para divertirse. No tiene más pretensiones que lo inmediato: el goce, la piel. Es absurdo compararlo con el rock, pues juegan en distintas canchas. Ahí es donde llega otro revés equivocado: con desconocimiento de la historia, sus defensores dicen injustamente que el rock es machista por definición, extrayendo frases aisladas, borrando todos sus contextos históricos.
El encontronazo no parará hasta que ambos “bandos” comprendan las razones y contextos del contrario para gustar del rock o del reggaetón, ambas válidas. Que los mayores dejen de emplear criterios caducos para descalificar un fenómeno popular más lúdico que intelectual, y que los jóvenes se ilustren más sobre el valor de músicas precedentes y tampoco crean que es el primer género que desafía los criterios establecidos.
Twitter: patipenaloza