“Era para mí muy importante venir a Monterrey para acreditar ante los ojos de la nación que los empresarios regiomontanos son profundamente nacionalistas, que comparten los ideales de nuestras instituciones, que se solidarizan con el país, que están dispuestos a tomar con el país sus riesgos, que enfrentan su pecho al destino porque quieren merecer la clara mirada de sus hijos, como lo dijo Bernardo Garza Sada.”
Quien así hablaba era José López Portillo, “el último presidente de la Revolución” y más bien el primer presidente neoliberal. Frívolo como era, no pensó en el piso donde se paraba ni en su historia. Lo escuchaban los 600 empresarios de todo el país que asistieron a la capital de Nuevo León para la firma del pacto llamado Alianza para la Producción.
Con el liderazgo de los industriales de esta ciudad, en especial con Alfa, se comprometió López Portillo a ofrecerle todas las ventajas del boom petrolero cuya riqueza, decía, sólo era cuestión de administrarla. Y, por tanto, de repartirla. Se la repartió con largueza a los empresarios, sobre todo a los regiomontanos. Las empresas del grupo Monterrey pasaron de ser un ciento a 375 al cierre del sexenio lópezportillista.
De las facilidades ofrecidas quedó, entre otros testimonios de lealtad, el ilegal préstamo que Banobras hizo a Alfa por 12 millones de pesos en 1981, al momento de producirse la crisis de la deuda en el ámbito empresarial de Monterrey. En febrero de 1982, desde este ámbito se propició una enorme fuga de capitales que hizo sentir a López Portillo traicionado. En cuestión de horas se había disipado el nacionalismo, la solidaridad, los fines institucionales compartidos y el patriotismo de los empresarios de Monterrey. Igual como había ocurrido en 1914, 1964 y 1975.
Lo de la solución somos todos y la búsqueda verbal de un desarrollo más igualitario se tradujo en un menor gasto público, la imposición de topes salariales, la liberación de precios de productos básicos y el alza, casi en 80 por ciento, de las tarifas de gas y electricidad. Para las familias de escasos recursos este aumento era un golpe artero a su economía. En Monterrey mismo se formó entonces el Frente de Defensa de la Economía Familiar.
Participaban en esa organización los obreros de Fundidora, los miembros del sindicato de la universidad pública y los colonos de Tierra y Libertad. Se hicieron presentes en varias dependencias del gobierno federal y culminaron en una manifestación frente a la Comisión Federal de Electricidad. La dirección de esta empresa, coludida con la CTM, decidió disolver agresivamente al grupo. Pero gracias a su presión el gobierno federal redujo el aumento de esos servicios casi 50 por ciento.
¿Qué habría pasado si el gas y la electricidad hubieran estado en manos de empresas privadas? El gobierno habría adoptado igualmente medidas represivas y el precio de los flujos no habría bajado. Como ahora sucede en España. Los españoles padecen, pero nada pueden hacer para defenderse de los precios crecientes en ese rubro. Tampoco nada pueden hacer otras poblaciones, sino padecer resignadamente los rigores de un clima extremo, como los que produjeron la paralización del fluido eléctrico en Texas, donde éste se halla en manos privadas.
Es tonto, contrario al interés de los gobernados y de la nación, que un gobierno renuncie al manejo de recursos naturales estratégicos en su territorio. La disputa de la empresa privada es por controlar la generación y el suministro de la electricidad en México; también es por tener el subsidio, trato preferencial y otras ventajas a costa del erario y del gasto social, gasto que implica en los países capitalistas, como el nuestro, atenuar –casi siempre en sus mínimos– la desigualdad orgánica que produce este modelo socioeconómico.
El intento de los dueños del mercado en el sector eléctrico es inaceptable desde el punto de vista moral y social. Porque el objetivo fundamental no es generar energías limpias, según ellos y sus voceros arguyen, sino obtener mayor lucro. Capital cuyo lucro no crece deja de ser competitivo, dicen los defensores del mercado.
Quienes argumentan con la supuesta pérdida de pesos y centavos no deben tener la potestad de decidir el destino de las grandes mayorías vinculadas al gasto eléctrico. Su aleluya es la libre empresa, la globalización, el emprendedurismo. Y otros chantajes. Los gobiernos, desde el de López Portillo hasta el de Peña Nieto los aceptaron por conveniencia personal.
Por ello varios de los ex presidentes, unos de manera abierta y otros bajo cuerda, forman parte de la oposición a la reforma eléctrica. Una reforma módica, pues dejar 46 por ciento en manos privadas es dejar demasiado. Las maniobras de los grandes capitalistas –entre ellas las fugas de capital– empobrecieron a esas grandes mayorías, a la par que creció la concentración de la riqueza en los últimos 40 años de decisiones económicas lideradas por los grupos de capital nacional y extranjero en connivencia con los gobiernos que las asumieron como buenas. Esto debe retrotraerse y de ninguna manera repetirse.