En su conferencia matutina de ayer, el presidente Andrés Manuel López Obrador, acompañado por el director general de Pemex, Octavio Romero Oropeza, presentó varios ejemplos de lo ruinosas que han sido para México las actividades de algunos consorcios españoles en este país, particularmente en los ramos de energía e infraestructura, y resaltó que esas operaciones, jugosas para las empresas y devastadoras para las finanzas públicas y hasta para empresarios mexicanos, no habrían podido realizarse sin un entramado de corrupción cómplice –“un contubernio arriba, una promiscuidad económica-política”, dijo– que se instaló en los gobiernos de ambos países. Se refirió también a la relación bilateral que “ahora no es buena”, y a la posibilidad de “darnos un tiempo, una pausa” por lo que resta de este sexenio para normalizarla, aunque descartó la adopción de medidas formales como el retiro de embajadores.
El mandatario pidió a Romero Oropeza que aportara ejemplos de algunos de los contratos leoninos que causaron graves daños al erario y representaron grandes negocios para consorcios como Repsol e Iberdrola en los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón, y recordó la opacidad, la arbitrariedad y la parcialidad en las que se desarrollaron licitaciones obtenidas en el de Enrique Peña Nieto por OHL para construir obras viales en el estado de México.
Es pertinente mencionar, para dar contexto a los señalamientos presidenciales, que desde los años noventa del siglo pasado, los abusos de firmas españolas en México y en el resto de Latinoamérica han sido posibles por la corrupción de autoridades locales, pero también por políticas intervencionistas impresentables por parte de las autoridades y de los medios peninsulares, en lo que ha sido llamado “la reconquista de América”; baste recordar, como ejemplo de esas actitudes, la férrea defensa de Felipe Calderón que unas y otros emprendieron tras la cuestionada elección presidencial de 2006 y el extenso intercambio de cargos y de favores que tuvo lugar entre el político michoacano y consorcios y gobernantes españoles; tan escandaloso llegó a ser tal intercambio que, tras el fin de su sexenio, Calderón fue premiado con un cargo importante en una filial de Iberdrola.
No debe omitirse que, en el curso de la Presidencia actual, las autoridades de Madrid han exhibido con frecuencia un trato arrogante y hasta grosero hacia el gobierno mexicano. Muestras de ello fueron la displicente respuesta española a la misiva en la que López Obrador propuso al rey de España que ambos estados se empeñaran en dar una vuelta definitiva a la página de la invasión de Mesoamérica y la destrucción de las culturas originarias mediante una solicitud de perdón a los descendientes de los conquistados: la carta ni siquiera mereció una respuesta del monarca; en cambio, se contestó por medio de un comunicado en el que el Ministerio de Exteriores rechazó la iniciativa “con toda firmeza”. Más recientemente, esa misma dependencia tardó un tiempo desusadamente largo –cinco meses– en dar el beneplácito al embajador mexicano propuesto, el ex gobernador priísta de Sinaloa Quirino Ordaz Coppel.
Con estos hechos en mente, resulta claro que López Obrador decidió enviar al gobierno de España –no al pueblo de ese país, cuyas virtudes fueron enfáticamente ensalzadas por el mandatario mexicano en la misma conferencia de ayer– un mensaje inequívoco de hartazgo por las actitudes prepotentes, injerencistas y abusivas que han caracterizado a autoridades y empresas españolas hacia México. No más que eso, pero no menos.