El presidente argentino, Alberto Fernández, firmó ayer en Pekín la incorporación de su país a la iniciativa Nueva ruta de la seda, un ambicioso proyecto de comercio, transporte, comunicaciones e infraestructura que China ha venido desarrollando en colaboración con otros países desde 2013, y que se ha expandido desde Asia central y el Pacífico sur a otros continentes, hasta sumar 140 naciones.
Argentina se adhiere así al grupo de países latinoamericanos que en el curso de la reciente década, y con o sin convenios formales de por medio, han cifrado buena parte de sus expectativas de desarrollo en asociaciones con la potencia asiática, como Brasil, Chile, Perú, Bolivia y Venezuela, que tienen a China como primer socio comercial.
El acuerdo signado por Fernández y por su homólogo chino, Xi Jinping, implica financiamiento de Pekín a Buenos Aires por unos 24 mil millones de dólares para diversos proyectos de infraestructura, particularmente energía y electromovilidad, así como en respaldo a las exportaciones de la nación austral. Adicionalmente, China manifestó su apoyo a los “esfuerzos para preservar la estabilidad económica y financiera” del gobierno de la nación sudamericana y se comprometió a “incentivar un mayor uso de las monedas nacionales en el comercio y las inversiones, así como facilitar a las empresas de ambos países la rebaja de los costos y la reducción del riesgo de cambio”.
De esa forma, el gigante asiático consolida su ya vasta presencia en América Latina, región de la que es el segundo socio comercial después de Estados Unidos y uno de los principales acreedores.
De manera inevitable, el acelerado incremento de la cooperación entre China y Latinoamérica representa un desafío para Washington, en la medida en que durante casi dos siglos el poderío estadunidense ha ejercido en esta región una influencia política, económica y estratégica indisputada, y que sus estrategas la han considerado desde siempre como su “patio trasero”. El neocolonialismo de la Casa Blanca en el subcontinente no sólo se ha traducido en permanentes ejercicios de intervención y conformación de gobiernos dóciles y sumisos sino también en una inmensa depredación económica y humana en los ámbitos extractivo, agrícola e industrial.
La hegemonía estadunidense en América Latina empezó a entrar en declive en la segunda mitad del siglo pasado por múltiples factores: el surgimiento en la región de gobiernos que reivindicaron la soberanía, la competencia europea y, en tiempos más recientes, el desinterés de la administración Trump en los países situados al sur del río Bravo. En ese periodo, mientras que la Casa Blanca intentaba revivir el aislacionismo histórico de Estados Unidos en los tiempos anteriores a la Segunda Guerra Mundial, Xi Jinping realizaba constantes giras por Sudamérica y cosechaba acuerdos de libre comercio con las naciones del área.
Hoy, la presencia china en Latinoamérica es un hecho consumado. Pero debe señalarse que, a diferencia de las proyecciones de poder estadunidenses y europeas en la región, hasta ahora Pekín ha dejado al margen las cuestiones políticas y las ideologías y se ha centrado en el desarrollo de vínculos económicos. Cabe esperar que siga siendo así y que ello no ahonde las tensiones entre Estados Unidos y el gigante asiático.