Salieron de Romeros a toda prisa, por no decir huyendo. En la carrera perdieron cuatro grandes espejos, pero no fue lo peor, sino que además dejaron sin cobrar el trabajo hecho en la nueva residencia del dueño de la gasolinera: dos ventanales completos y un vitral prefabricado. Dadas las circunstancias era poco probable que volvieran a la brevedad. Se les aparecieron Los Sureños, una banda criminal con alcance al sur de Veracruz, el norte de Chiapas y Tabasco occidental. En ese entonces empezaban, pero ya eran temibles. Todos esos grupos criminales son temibles, hasta los más torpes e ineficientes. Los Sureños por ejemplo. Parecían una versión hard core de las comedias de Capulina, en vez de pastelazos, con metralletas. Se atolondraban, se asustaban, preveían mal los patrullajes militares, se contradecían mientras “operaban”: extorsión, robo, golpiza, vandalismo, algún cadáver. No habían comenzado a secuestrar, que sería su especialidad en los años por venir, cuando se hicieron menos pendejos y más organizados bajo otro nombre, el del cártel que los absorbió y les permitió operar hasta el puerto.
El Correcaminos de los vidrieros ya estaba muy rodado por todo el Sotavento pero respondía bien en las emergencias. Transportaban y vendían cristales, espejos, herrería para ventanas y vitrales. Sus entregas abarcaban “cualquier entidad de la República”, según la tarjetita, pero su verdadero rango no pasaba de los límites de la Mesoamérica del lado del Golfo de México y nunca llegaban más allá de Carrillo Puerto o Acayucan y Tlacotalpan.
Ramiro, Julio César, y a veces Cristina, esposa del segundo, movían vidrios diversos en comunidades y pequeñas ciudades. Allí donde las casas ya no son de adobe ni madera, donde edifican con ladrillo y necesitan asomarse sin que se metan los mosquitos, las avispas, el frío o el polvo. Tenían buena clientela entre los nuevos ricos, los que de pronto podían erigirse caserones, al menos en la escala de su localidad, de recurrente mal gusto pero con despliegue de ventanales y espejos de cuerpo entero, si no es que cubriendo las paredes de la sala.
La ocasión de Romeros iban los tres. Al arrancar el Correcaminos para salir de ahí como pedo, por poco deja Ramiro a su hermano Julio César, que insistía en cobrar la entrega y la mano de obra al nuevo ricachón de la localidad, no mala persona pero bruto. Prueba de que los brutos también prosperan. A éste lo apadrinaba un dirigente petrolero y frecuente diputado veracruzano que lo hizo dos cosas: rico con el poder de su firma, y deudor de favores a futuro. Ya ven cómo funcionan esos arreglos.
Ramiro era muy observador. “Podrías haber sido periodista”, le decía Cristina, su cuñada, que lo quería mucho y lo había hecho padrino de su mayorcita. Ramiro no olvidaba nunca llevarle algún regalito a su ahijada Alejandra, que estaba por entrar a la preparatoria allá en Minatitlán, en casa de su abuela, la mamá de Ramiro y Julio César.
Ya habían pasado por Romeros en ocasiones anteriores, muy cambiado desde reciente la construcción de la presa de Malpaso. La mutilación del río Grijalva iba viento en popa. Con la construcción de las grandes represas y sus hidroeléctricas, abundaban por la región trabajadores de fuera, mucho contratista, mucho ingeniero. Muchas mujeres de alquiler.
Conformaban Los Sureños dos familias de bandidos de una ranchería devorada por la mancha urbana de Coatzacoalcos que hasta el nombre había perdido. Los Chávez y los Arroyo. Ese día Ramiro percibió su peligrosidad sin siquiera conocerlos, nomás de entrar a Romeros y ver camionetas muy del año, estacionadas y con gente. Cuando más adelante toparon un control de civiles, los tres comprendieron que pasaba algo serio. Los hicieron mover los vidrios amarrados a las rejas de madera preguntándoles: “A ver, cabrones, dónde traen sus fierros”, y ellos: “¿Cuáles?” Los estaban tanteando. Los dejaron pasar.
Para cuando cerraban la entrega y el flamante empresario gasolinero procedía a pagarles en efectivo, se cayeron tres camionetas de las que vieron a la entrada de la localidad. Los Sureños, apuntándoles, los despelucaron casi sin mediar palabras. El cliente cerró el portón y corrió para adentro. A Ramiro al volante le pusieron una escuadra en la sien. A Cristina le cortaron cartucho. Sólo Julio César todavía no agarraba la onda de que había que pelarse. Ya.
“Ándenles, a la chingada”, les dijo un Chávez echando tiros al aire. Cuando el Corrrecaminos se alejaba, disparó a los espejos amarrados atrás. Estallaron en añicos. Julio y Cristina iban abrazados. Ramiro pudo ver por el retrovisor el mundanal de vidrios destrozándose. Los reflejos del azogue lo cegaron un instante y le hicieron pensar en el fin del mundo, el nacimiento del universo o los juegos pirotécnicos de una feria. Viendo cómo se venían los tiempos, comprendió que necesitarían cambiar de oficio. Lástima, tan bonito el vidrio.