A la memoria del doctor Carlos Campillo
6 AM
Águeda y Faustina, su madre, comparten la habitación amueblada con dos camas, un ropero y una silla. Bajo la escasa luz que entra por la ventana, Águeda termina de vestirse. Cuando se levanta y da un paso se golpea contra la silla y lanza una exclamación de dolor.
Faustina (desde su cama): –Van dos veces que te pegas. ¿Por qué no prendes la luz?
Águeda: –No quería despertarla.
Faustina: –Oye, ¿qué haces levantada a estas horas?
Águeda: –Me estoy arreglando para irme a trabajar.
Faustina (incorporada a medias): –¿En domingo?
Águeda: –¿Cuál domingo, mamá? Es jueves.
Faustina: –Es que con tanta encerradera y tanta cosa ya no sé ni en qué día vivo. (Retira las cobijas.) Creo que de una vez me voy a levantar.
Águeda (se acerca a su madre): –Usté ya madrugó mucho durante todos los años que estuvo trabajando en el molino. Es justo que descanse. (Se ordena el cabello frente al espejo del ropero.) Quédese otro rato en la cama.
Faustina: –Pero si ni duermo. No puedo. Sigo pensando en mi prima Celia. Siento horrible de saber que terminó en un cuarto de hospital, enferma, a lo mejor sin nadie para consolarla. ¿Por qué Dios permitirá que sucedan cosas tan terribles?
Águeda (gira hacia su madre): –Perdóneme, mamá, pero no meta a Dios en esto. Si su prima tuvo esa muerte fue por no querer vacunarse. (Mira el despertador.) Ay, qué bueno que todavía me quedan unos minutitos para hacerme un café.
Faustina: –Te acompaño. No tiene caso que siga en la cama si ni me voy a dormir.
6:20 AM
Águeda (pone café soluble en una taza.) –¿No se le antoja un panecito de los que traje anoche?
Faustina: –Te lo agradezco, pero no tengo hambre.
Águeda: –Ya nunca tiene; pues, ¿cómo?, si siempre está mortificada; cuando no por una cosa por otra. Ahora es lo de su prima Celia.
Faustina: –Nos queríamos mucho y, además, muerta ella no me queda más familia.
Águeda: –¿Y qué me dice de sus hermanos que viven en Wichita? ¿A poco ellos no son también Olvera Rivas de Autlán?
Faustina: –Pues sí, pero hace años que no sé nada de ellos, ni si todavía vivirán.
Águeda: –Ya verá que el día menos pensado la llaman o vienen a visitarla.
Faustina: –Eso me dijo mi prima la última vez que hablamos, y ya nunca volverá.
Águeda: –Ay, mamá, deje de pensar en ella. Usté hizo lo que pudo por ayudarla y yo también. Varias veces le dije que la acompañaba a que le pusieran la vacuna, pero no quiso.
Faustina: –Porque le tenía miedo. No sé quién le metió en la cabeza que si se la ponía iba a morirse.
Águeda: –¿Y sabe qué es lo peor? Que todavía hay mucha gente que piensa lo mismo.
6:35 AM
Águeda (se dirige al fregadero): –Voy a lavar los trastos. No quiero dejarle nada sucio.
Faustina: –¿Qué tanto son dos tazas? Además, con el quehacer me entretengo.
Águeda: –Se me había olvidado decirle que don Pancho quitó su restorán. Como a las oficinas ya van muy pocos empleados, que eran la mayoría de sus clientes, pues ya no le convino seguir con el negocio. El otro día que pasé por allí y vi que el local se está traspasando. Quién sabe qué irán a poner.
Faustina: –¿Y qué irá a ser de don Pancho y sus empleados?
Águeda: –Esperemos que les vaya muy bien, usté no se preocupe tanto porque se va a enfermar. (Mira hacia la estufa.) Allí le quedó bastante arroz y picadillo.
Faustina: –Qué bueno, por si viene tu hermano, pues que tan siquiera coma algo. Pobre...
Águeda: –¿Por qué pobre, a ver? ¿Por qué? Faustina: –Por todo lo que le está pasando. Se quedó sin trabajo y creo que ya no le prestaron lugar en el tianquis, porque si no, ya habría venido a recoger las chamarras que me dejó encargadas. Y otra cosa: que Estela se haya ido pues ha de dolerle bastante, aunque diga que no.
Águeda: –Ya lo creo, pero él se lo buscó.
Faustina: –¿Ahora le vas a dar la razón a Estela? Águeda: –Lo siento, pero sí. Yo vi cómo le gritaba él: bien feo. De milagro le aguantó estos dos últimos años.
Faustina: –Raziel siempre tuvo muy mal carácter, y luego, con esto del virus, pues se ha de haber puesto peor.
Águeda: –No lo justifique. Acuérdese de que, cuando el semáforo estaba en rojo, me tocó quedarme en la casa más de cuatro meses. Y, ¿a poco por eso le puse mala cara o le hablé feo?
Faustina: –No, pero ya sabes cómo es él de especial.
Águeda: –No sé, pero el caso es que, con el pretexto del virus, a veces a la gente se le pasa la mano y no piensa en los demás. (Se asoma a la recámara.) ¡Ay, Dios! Van a dar las siete. Ya se me hizo tarde. Tengo que irme, pero prométame que va a distraerse. Salga aunque sea a dar la vuelta por la cuadra.
Faustina: –¿Y no me pasará nada? Dicen que el nuevo virus, no me acuerdo como se llama, es peor de contagioso.
Águeda: –No, si sale con su cubrebocas bien puesto. Además, acuérdese que ya le aplicaron sus tres vacunas. Gracias a eso usté podrá salir y yo tendré madre para rato. (Se pone el suéter.) Me voy, nos vemos a la nochecita. Ah, y prométame otra cosa: que ya no pensará tanto en su prima.