Como si fueran pocos los gravísimos problemas enfrentados por Brasil bajo la absurda presidencia del desequilibrado ultraderechista Jair Bolsonaro –tragedia ambiental, caos social, activa campaña antivacuna en el mismo Ministerio de Salud, entre otras aberraciones–, el país sufrió una fuerte sacudida a raíz de un acto de barbarie que refleja el racismo estructural de mi nación y el grado de violencia y odio esparcido por la sociedad.
Faltando poco para las 11 de la noche del 24 de enero, el joven congolés Moise Kabagambe, de 24 años, fue al bar donde trabajaba, ubicado en la playa de Barra da Tijuca, un barrio de nuevos ricos en Río de Janeiro, pues pretendía cobrar los 40 dólares que le debían por dos jornadas de trabajo.
Fue agredido por dos empleados del negocio (uno de ellos era el gerente) y un tercer hombre, que trabaja en el bar vecino, y literalmente fue molido a palos con un bat de beisbol y grandes pedazos de madera maciza .
Lo dejaron tendido en el suelo con las manos y pies atados y diversas fracturas en el cuerpo.
Una mujer que se encontraba en el local pidió ayuda a dos guardias municipales. No se movieron: tanto el bar en que Moise fue atacado como el vecino, pertenecen a policías militares.
Moise tenía 10 años cuando llegó a Brasil junto a sus hermanos traídos por su madre que se refugió con otros familiares huyendo de la violencia de una especie de guerra civil que se vivía entre dos etnias en su país natal, Congo.
Todos sus integrantes se adaptaron bien a la comunidad y jamás se imaginaron que habían escapado de una situación brutal para caer en otra que le cegó la vida a Moise.
No es, para nada, un caso raro de violencia contra negros en Brasil, al contrario, es parte de su bárbara rutina.
El gran impacto registrado esta vez fue causado por la difusión de las imágenes de las cámaras de seguridad, donde se mostraban las agresiones brutales, y más por tratarse de un refugiado cuya familia abandonó su país para huir precisamente de la violencia.
En la década pasada, la ola migratoria creció más del doble, dejando en tierras brasileñas un millón 300 mil inmigrantes en 2020, frente a 600 mil en 2010.
La mayor parte vino de naciones de América Latina y el Caribe (sobre todo venezolanos y haitianos) y de dos países africanos, Senegal y Congo. Más que de la miseria, los africanos huyen de los conflictos entre las diferentes etnias.
El brutal asesinato de Moise expuso la precariedad enfrentada por los refugiados africanos en Brasil.
Además del racismo, padecen del desprecio por su origen.
Muchos migrantes africanos cuentan con un curso superior y títulos de doctor, son políglotas, pero no encuentran trabajo y terminan por aceptar cualquier labor, hasta cargar piedras, con tal de mantener a sus familias.
El brasileño suele negar el racismo que permea en toda la sociedad. Cuando era candidato a presidencia, alguien le preguntó al ultraderechista y actual mandatario qué haría si uno de sus hijos se casase con una negra. Bolsonaro, quien dice no ser racista, dio una respuesta elocuente de lo que piensa la mayoría del pueblo del país que preside: “No hay riesgo, mis hijos fueron bien educados”.
Sí, son innúmerables los casos de negros agredidos y muertos en tierras brasileñas. Pero hay casos que exponen el racismo de manera más clara que otros: en agosto de 2009, Januario Alves de Santana fue detenido en un supermercado cuando se preparaba para salir en un automóvil nuevo. Cinco agentes de seguridad lo agredieron de manera brutal, acusándolo de robar el coche.
Casi molido, el joven fue socorrido y llevado a un hospital. Y entonces se supo que recién había comprado el vehículo en 72 pagos mensuales.
Los agentes de seguridad que lo golpearon de manera brutal eran negros o mestizos, los tres que mataron al joven Moise también.
Los policías negros son especialmente violentos contra los negros. De los muertos causados por las fuerzas policiales en Brasil, 73 por ciento son negros. Cada 23 minutos un negro es asesinado de manera violenta por éstas en Brasil.
Este es el país, esta es la sociedad que con un cinismo “olímpico” dice no que aquí no hay racismo.
En su célebre El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad describió el Congo bajo dominio belga con estas palabras: “El horror, el horror”.
La familia de Moise y los congoleses que viven en Brasil saben que aquí sí está “el horror, el horror”, frente a la indiferencia de millones y millones de brasileños que niegan el racismo que mata cada día.