Antes llamada Tenochtitlan, se levantó sobre un islote y quedó rodeada de lagos ríos y canales, su traza era perfecta, las obras de ingeniería separaron las aguas dulces de las saladas, un acueducto transportó desde Chapultepec agua de manantial y, cuando parecía que el equilibrio entre naturaleza y urbanismo no podía ser mejor, llegaron los españoles y con ellos el intento por desecar lagos y poner tierra donde había agua. Todo se convirtió en un lodazal del que tuvieron que salir huyendo sus antiguos habitantes.
Aquel sube y baja de las aguas es sólo una pequeña muestra de lo mucho que ha cambiado la Ciudad de México durante los últimos 500 años, aun así, hay algo que durante este lapso permaneció igual ante la ceguera voluntaria que lleva a los que más tienen a olvidarse de los que no tienen nada.
Durante siglos mientras más cerca se viviera de la Plaza de la Constitución, antes de Armas o Mayor, más dinero y posición social se tenía; las familias acomodadas sólo debían caminar unos pasos para llegar a ella en un paseo que aprovechaban para comprar golosinas o antojitos como merengues, elotes o atoles que en puestos callejeros y en canastas o anafres calientes y humeantes se ofrecían por unos centavos.
No lejos de las mansiones se construyeron las vecindades, generalmente propiedad de la Iglesia, donde encontraron techo para vivir quienes se ocupaban de dotar a los ricos de aquello que necesitaban. Más lejos, a las afueras de la ciudad, no había piedra ni adobe en las construcciones, tampoco calles ni mucho menos algún servicio, lo que existía era un cinturón de miseria conformado por chozas levantadas en absoluto desorden en las que vivían indígenas y uno que otro español, o criollo, caído en la desgracia, por tanto, en el olvido.
La ciudad creció y con ello, donde alguna vez estuvieron los cinturones de miseria, la piedra de las casas nuevas sustituyó la paja de los jacales viejos cuyos habitantes tuvieron, una vez más, que alejarse para seguir perdidos en el olvido. En estas diásporas, hace unos 100 años, hubo quienes llegaron a la zona de Tacubaya, donde encontraron un sitio en el cual establecerse: entre las hoy calles de 11 de Abril, Mártires de Tacubaya, Héroes de la Intervención y Becerra se levantó una de las muchas ciudades perdidas en la que sus habitantes crecieron hacinados en diminutas casas con techos de asbesto, láminas de cartón o plástico, y ausencia de oportunidades.
A este lugar, como en al menos 68 ciudades perdidas más en la capital, llegaron muchos que huyeron del campo a la ciudad en busca de mejores condiciones, pero no pudieron encontrar trabajo ni casa, por lo que se dedicaron, en el mejor de los casos, a la economía informal. Otros se vieron en la necesidad de delinquir para subsistir, y varios más fueron reclutados por grupos políticos para invadir predios. Ellos, sus padres y abuelos han resistido a políticas y modelos que exacerbaron su precariedad. Son vecinos de zonas como Polanco y Las Lomas de Chapultepec –de las más caras y exclusivas de la Ciudad de México– y han vivido ante el temor de ser despojados de lo poco que tienen frente a la voracidad de empresas inmobiliarias que ven a la zona como algo que contrasta con la riqueza de las colonias aledañas y, al mismo tiempo, como una mina de oro para construir edificios, condominios, oficinas y centros comerciales.
Son muchos los políticos que desde hace décadas han pasado por la Ciudad Perdida de Tacubaya, pero, hasta hace poco, pisaban sus callejones sólo cuando estaban en campaña; los vecinos los vieron una y otra vez con guayaberas blancas y grandes sonrisas condescendientes bajarse de su camioneta y, ante la logística de su avanzada, proferir las mismas promesas de siempre, unas que con aquel tonito Atlacomulco se sabían huecas por quienes las proferían y las escuchaban.
Hoy el olvido queda atrás; el actual gobierno de la Ciudad de México se comprometió con los habitantes de la Ciudad Perdida de Tacubaya a reconocer su derecho a ser vistos y escuchados como cualquier ciudadano, porque ninguno vale más o menos que otro.
En esta ocasión la promesa no es hueca: a finales de este mes se entregarán 185 viviendas dignas y cómodas que dejan atrás las condiciones de hacinamiento y miseria que estigmatizaron a una ciudad calificada de perdida debido a un olvido que, a 100 años, culmina con el reconocimiento a los derechos de sus habitantes, y con el pago de una deuda histórica que jamás debió existir.