Ricardo Vinós decidió tomar fotos muy joven, a los 21 años. Gran amigo de Sergio Pitol, recuerdo que una vez fuimos de día de campo con María Luisa Mendoza y Andrés Casillas, y Ricardo Vinós se subió a los árboles para tomarnos fotografías y hasta nos ordenó treparnos en las ramas como changos. Vinós hacía fotos en la calle y otras en un estudio a jóvenes a punto del triunfo o al borde del abismo. Cuando abrió su estudio, en 1964, no volví a verlo, pero sí recuerdo la alegría, la levedad y la exigencia de su obra.
–Mi gran ilusión era hacer cine, pero en esos años resultó imposible entrar en Churubusco, y en un momento de desesperación me decidí por lo más cercano al cine: la fotografía. El cine era difícil por los sindicatos y los costos. Para hacer películas independientes había que tener una pequeña fortuna y yo no tenía esos recursos. Además, un sindicato sólo permitía a sus propios afiliados dirigir películas. Fui asistente de un gran director que hacía westerns en México: Budd Boetticher, me gustaba mucho su trabajo y con él aprendí todo lo que hay que saber de cine: escribí un guion con él, Wings of the Hawk y The Magnificent Matador. De pronto le daba por el alcoholismo y se quedaba viviendo en la calle. Permaneció siete años en México; tuvo mil problemas y no aprendió una palabra de español. Lo ayudé durante un año en todo y lo presenté a Gustavo Alatriste. Para hacer cine, uno tenía que saber dar órdenes, tener un gran sentido de autoridad, ser casi un general y dar órdenes a un grupo de 15 o 20 ayudantes para que todos obedecieran de inmediato; era difícil y me desanimé, porque yo siempre he tenido un sentido bastante débil de autoridad sobre mis prójimos.
–¿Sin autoridad puedes ser director de cine o de teatro?
–Claro que no, hay una gran inversión del productor, a quien no le puedes fallar, y yo fui bastante incapaz de mandar, pero creo que en mi caso el principal obstáculo para hacer cine fueron los problemas externos. Aunque filmé películas comerciales, me di cuenta de que no tenía la autoridad necesaria para obligar a la gente a cumplir mis órdenes. Entonces me atrajo la fotografía, hacer una película en un sólo cuadro. Me sedujo revelar en el cuarto oscuro, hasta la fecha, el laboratorio me fascina y sigo cautivo de la fotografía.
“Me hice amigo de Sergio Pitol, quien adoraba a la escritora y periodista que todos conocían como La China Mendoza. Aunque no la conocía, la leí como hicimos todos los universitarios del 68. La conocí realmente antes de tomarle fotos porque leí en El Día su La o por lo redondo, y tanto Carlos Monsiváis como Sergio la visitaban con frecuencia y festejaban todas sus ocurrencias, y cada uno de sus excelentes artículos, siempre originales, muy personales, muy valientes. Sergio Pitol se hizo director de la editorial de la Universidad Veracruzana y tomé fotos para las portadas de libros de jóvenes autores. Él se empeñó en publicar tu libro Lilus Kikus, y me pidió una de las fotos que te hice en un día de campo entre los árboles.”
–En la editorial Ficción, de la Universidad Veracruzana, que Sergio dirigió desde su casa en Xalapa, publicó a muchos escritores noveles…
–Durante algún tiempo, Sergio, quien ante todo quería ir a Europa, se quedó a vivir en una casa de huéspedes de la tía de mi esposa, en la Ciudad de México, por tanto tuve mucho contacto con él, porque en esa misma casa hice mi primer estudio, en la calle de Tokio. Sergio se encerraba a escribir, creo que su primer libro, El tañido de la flauta. La casa era bastante amplia, había mucho sitio y el xalapeño Sergio gozó de gran privacidad. Me entendía muy bien con él porque lo conocí en el Partido Comunista (PC); yo tendría 19 años, Pitol era mayor. A él, hombre generoso y risueño, le gustaba platicar con la gente más joven; nos reuníamos una vez a la semana, imprimíamos volantes, salíamos a la calle y los repartíamos entre muchos riesgos, por eso salíamos de noche. También conocí a Monsiváis, pero menos.
–¿Eran idealistas?
–Todo mundo se metía al PC y no pasaba nada. No cambiaba nada en nuestro querido México. Creo que seríamos como 50 o 60 en todo el país, puros muchachos, alguno que otro viejito; un partido muy modesto. Luego Pitol decidió irse a China y a Praga, Checoslovaquia, sin un centavo; nunca teníamos un centavo pero él siempre fue valiente, hizo muchas traducciones, iba con frecuencia a la Secretaría de Relaciones Exteriores; a todos les caía a todo dar. Desde que vivimos juntos en la colonia Juárez, me di cuenta de que él se lanzaba a todo. Me ganaba la vida haciendo fotografías para los discos Mussart; conseguí la chamba a través de Angélica María, porque hice todas las fotos para sus álbumes y todas las de su publicidad personal. En ese momento, mi técnica fotográfica era poco firme, no era muy experto y, sobre todo, tenía este problema de que me encargaban el trabajo y yo sentía que mis fotos no respondían a la calidad que yo anhelaba, aunque Angélica María me felicitaba: “Salí muy bonita”. Sentía yo que en México éramos muy pocos los fotógrafos que valíamos la pena, pero nadie nos hacía caso, aunque me repitiera todas la noches antes de dormir: “Yo sí valgo la pena”.
–Conservo tus fotos…
–Sí, pero había otros muy buenos. Teníamos a Rodrigo Moya, que era excelente y lo sigue siendo, y sigue trabajando también aquí en Cuernavaca. Él era el mejor de los fotógrafos mexicanos y yo, precisamente, sintiendo la diferencia entre mi fotografía y la de esos artistas, me aparté de la Ciudad de México, y en el 68 decidí no hacer más fotografías. Me había ido a un pueblito de Veracruz, entre Catemaco y San Andrés Tuxtla, una zona muy bonita, y me quedé allá tres años. Ahí hice un portafolio importante aún sin exhibir. Después me fui a San Francisco a trabajar en una empresa de diseño que tenía sus oficinas en un ferry anclado en la bahía. Allá me quedé 14 años de fotógrafo, de editor, y volví a México. Tú viste una gran exposición mía en Francisco Sosa, frente a la plaza de Santa Catarina, entonces ya tenía yo 38 años. La última la hice hace poco menos de dos años, en Tlalpan. Retraté a exiliados españoles, a sus hijos y a sus nietos y publiqué un libro, Almario del exilio, con 200 retratos de hombres y mujeres de todas las edades; me sentí obligado con todos. Mi padre, Ricardo Vinós, también fue una persona muy conocida en el exilio y fundó la Academia Hispanomexicana, donde yo estudié toda mi vida. Él era profesor de matemáticas; tenía un doctorado en ciencias exactas.
“Ahora estoy tratando de ordenar mi archivo. Mi trabajo de los años 60 se perdió, no me queda nada porque en 1968 tuve que salir corriendo de la Ciudad de México antes de que agarraran a todos. Participé a fondo en el movimiento estudiantil y, aunque ya me había apartado un poco, pertenecí al PC, y todos corrimos el riesgo de que nos apresaran. Tenía ya muchos amigos en Lecumberri, a los que fui a visitar y me aconsejaron: ‘Lárgate, de nada nos sirves si estás preso’.
“Tuve cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. Me casé de nuevo y nació mi hija. Pude exponer en México, en Madrid. Aquí he vendido menos fotos que en San Francisco, en Los Ángeles y en otras galerías de Estados Unidos. En México, en las galerías, las fotos se reúnen en carpetas: para mí es ruinoso el gasto en fotografía. Tampoco he sido constante en la difusión de mi obra. Manuel Álvarez Bravo sí es muy reconocido, aunque para mí no es un gran, gran fotógrafo, sólo correcto. Lo considero un buen poeta como comprobó en los años 30 en el Museo de Arte Moderno de Nueva York: es el único mexicano que ha expuesto en el MoMA. A él, la fotografía le dio para vivir como sólo puede hacer ahora Rodrigo Moya, quien triunfó también en Nueva York. A Rogelio Cuéllar lo veo dos o tres veces al año. Es mutua la admiración. Antes, cada vez que juntaba mil dólares, me iba a San Francisco a un cuartito rentado frente a la Universidad de California, la estatal, a un laboratorio fotográfico donde procesaba enteramente mi fotografía y hacía personalmente todas las partes del oficio.”