La vida cotidiana casi equilibradamente perfecta de Ana (la argentina Laura Agorreca, protagonista de El premio, de Paula Markovitch), mujer independiente, divorciada, con un hijo que adora y orgullosamente ve crecer –Mateo, un maduro Ian Monterrubio a sus cinco años– y en una relación libre con su novio Pedro (Emmanuel Varela), cuyo apartamento en la Ciudad de México le resulta un oasis entre plantas de ornato, guayabas rebanadas y una enorme computadora para cumplir con su vida profesional, esconde un oscuro secreto infantil.
Un desparpajado Juan (David Calderón en motocicleta, chamarra de cuero, casco y arete plateado) aparece intempestivamente. Es su hermano ausente, eterno adolescente que inmediatamente encantará al sobrino, mirará con recelo al novio y provocará reacciones encontradas en esa mujer tan controlada y dueña de su destino. Hará que, gradualmente, la cámara con efecto bokeh y fondos fuera de foco, vaya adquiriendo mayor movimiento y definición en la composición de cuadros.
Resultará evidente, muy pronto, que aquella innombrable –e irrecordable– sombra familiar no es otra cosa que el tabú por el incesto ocurrido años atrás que acabó por separar a los antes inseparables cómplices fraternos. Con la excepción de Mateo, quien plantea muy abiertamente si la vida con el tío es más emocionante e incluso eufórica, lo más certero sería que vivieran todos juntos.
“La pregunta que más me interesaba es sobre todo lo que perdemos cuando crecemos, y en el caso de esta película, qué perdieron mis dos personajes. En una de esas tiene que ver con Juan, que busca evadir la responsabilidad de ser padre y desea ser siempre el niño al que deben cuidar”, explica Emilio Santoyo, director, productor y coguionista de El deseo de Ana (México, 2019).
El filme, producido por Anomia y distribuido por Benuca Films se estrenó en la cartelera mexicana el 30 de diciembre y en esta, su sexta semana en exhibición, se mantiene en las cinetecas nacional, la de Nuevo León, la FICG de Guadalajara y en unas semanas más estará en la Cineteca Mexiquense de Toluca, así como en Le Cinéma IFAL.
Egresado de la Universidad Centro, Emilio desde los 23 años trabajaba un guion sobre ciertas inquietudes personales: las complejas relaciones familiares, la nostalgia por la infancia perdida, así como sobre el deseo y las relaciones prohibidas, que no obstante ser incorrectas no pueden evitarse, pues “aunque el tabú se concientice, se experimenta una pulsión para llevarlas a cabo”. En todos esos temas sentía que existía algo “profundamente cinematográfico”.
Al incorporarse a una compañía productora grande, que hace cine de género e industrial con perspectiva comercial, al lado del cineasta mexiquense Marcelino Islas, también egresado de Centro y con quien trabajó en La caridad, Clases de historia y Mi novia es la revolución, “de cuyo estilo y filosofía bebe mucho”, recibió una serie de guiones de la directora y guionista argentina Gabriela Vidal, fruto del taller Altamira, de Paula Markovitch.
Vidal había sido su primera maestra de cine en Centro y fue quien le sacó las “ideas raras” respecto de lo que es el cine y lo impulsó a escribir sobre lo que le dolía, lo avergüenza, lo que le da miedo abordar o de lo que no se quiere hablar, “pues de esa materia están compuestos los relatos”.
Al analizar lo anterior descubrió que no había necesidad de filmar un guion suyo cuando se encontró con una pieza magnífica que él podía adaptar al contexto mexicano, pues estaba escrito en “argentino” y sucedía en Buenos Aires. En una madrugada le redactó un correo electrónico muy largo e intenso para explicarle la situación y la autora le dio su total confianza. Desde 2014 trabajaron unidos en este proyecto, que tuvo algunos cambios, sobre todo en el tercer acto.
Sensibilidades al escribir
“No quería perder la sensibilidad de Gabriela, porque al final es una película que trata sobre el deseo femenino, pero también, de alguna manera, intentando comprender yo. Nos entendemos muy bien porque ella dice que a le gusta escribir como hombre y yo le digo que a mí me gustaría escribir como mujer”, explica respecto de este escrito a cuatro manos.
Al inicio del proyecto, el director debutante tenía una certidumbre: quería hacer la película “bien”, pero muy pronto comenzó a cuestionarse el significado del término, que en ese momento estaba relacionado con las cámaras, los campers, la gran producción, el gran equipo, un servicio de comida “con las papitas y los manguitos, casi como de comercial”, ya que es hijo de un publicista y tenía mucha influencia de ese mundo. En algún momento descubrió que no iba a poder financiar la cinta por las vías tradicionales debido al tema que toca pero también porque aún no tenía trayectoria como realizador.
La sensación de no requerir de una gran producción para hacer este largometraje resultó realmente liberadora, explica el director, pues además de una inversión mínima de 500 mil pesos, decidieron “quitarse el ego y rogarle a la gente que nos apoyara”, por lo que emprendieron una campaña de fondeo en la plataforma Kickstarter, en la que 173 patrocinadores aportaron con 378 mil 600 pesos.
Además de ser su ópera prima, también lo fue de la productora, Valeria Ariñez, de la fotógrafa Flavia Martínez, del diseñador de producción Elmer Figueroa, y aunque contaron con personal más experimentado, tenían “el mismo ímpetu de contar estas historias”.
“Actualmente todo mundo es un objeto que puede ser señalado, y nuestro plan con la película era plantearnos ser un poquito más tolerantes con una idea descabellada, pues hay tabús que no se perdonan. Somos una generación híperconservadora. Si comparamos el cine de hoy con el que se hacía en los años 60 o 70 había una diversidad de ideas y propuestas; ahora todo lo clasificamos en cosas buenas y malas, y tenemos que hablar con pincitas.
“Las nuevas generaciones traen cosas bien interesantes a la mesa, muchos avances, pero no sé si a los artistas les corresponde no molestar a nadie e intentar no provocar. En el arte, los temas son cada vez más reducidos en lugar de ampliarse con las redes sociales digitales e Internet. Cada vez hay más limitaciones”, finaliza Santoyo.