El tema de los derechos humanos, como un reclamo de justicia, es tan viejo como la historia de la humanidad. Siempre ha existido un grito de justicia, de rebeldía y, por tanto, de libertad. Pero al mismo tiempo mediatizado y envuelto en ideologías que esconden innumerables intereses. Hoy, en este mundo supuestamente globalizado con la pretendida “nueva economía”, ese reclamo es sentido con mucha más fuerza que nunca. La razón es bastante sencilla: asistimos a un desarrollo del capitalismo, que ha desembocado en una globalización cuyos capitales financieros han propiciado acumulación de riquezas en pocas manos.
Todo, pues, al servicio de las mismas finanzas, cuya mayor expresión es esta específica globalización, y cuyas consecuencias han sido tan atroces que el título de catástrofes apenas parece dar cuenta de lo terribles que son. Es la cara del viejo liberalismo, que se ha revestido de nuevos ropajes, los del llamado “neoliberalismo”, que pretendiendo desvanecer toda regulación política y jurídica, trata de imponer su propia ley, la del más fuerte, dentro de un estado de guerra, donde los monopolios financieros pasan por encima de todo lo que les impida incrementar sus márgenes de ganancia. Incluida la vida humana y el futuro de nuestras nuevas generaciones, que hoy se presenta como un bien empeñado ilegítimamente, pero que estamos obligados a recuperar.
Globalización que ya es de vieja data, desde cuando alboreaba el capitalismo comercial de principios de la modernidad. Sin embargo, durante el siglo XX, y a partir de los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, ese capitalismo neoliberal se ha vuelto más extensivo y depredador. Integra, desde el centro, los mercados internos a escala mundial, sobre todo con la deslumbrante informática y la revolución tecnológica en el horizonte de lo global. Y así nivela y mediatiza conciencias, gustos y comportamientos, produciendo esa humanidad de una sola dimensión de la que tan agudamente escribiría Herbert Marcuse.
Ante el panorama anterior las preguntas resultan ineludibles: ¿dónde quedan los derechos humanos? y ¿dónde y cómo pueden estar presentes y exigirse los derechos humanos? Primero, en el campo de los desheredados de la tierra; el de los marginados, en cuanto a salarios, servicios, salud y trabajo. Ese territorio de los sin techo y sin pan; el de la angustiante y terrible (por injusta) migración de pueblos, que hoy se nos presenta cual nuevo Apocalipsis; extraños de la casa que debería ser común. Es decir, nuestra tierra, que hoy en día ya casi ni es nuestra, y que nosotros, por no practicar nuestros deberes, nos estamos acabando.
Obligación, por cierto, en primer lugar, de las grandes potencias y no exclusivamente de los individuos, como se nos quiere hacer creer a través del marketing. ¿Dónde queda lo que se ha llamado la “sacralidad de la vida”? Los derechos humanos deben tener hoy en día como principal tarea velar por esta vida de nuestro hábitat diario, sobre todo teniendo en cuenta el deterioro ambiental en todos los campos. Los derechos humanos no pueden considerarse únicamente como derechos del individuo, ni mucho menos quedar subordinados a una lógica donde sólo constituyen armas en defensa de los privilegios de unos cuantos.
En realidad, si los derechos humanos son tales, deben encontrar su ámbito de competencia y realización dentro del continente de lo social-comunitario. De lo contrario quedarían atrapados dentro de la cárcel de la ideología individualista del neoliberalismo y su nada disimulado hedonismo, que sólo puede significar una cosa: ecocidio, la muerte del planeta y la cancelación del futuro para las nuevas generaciones.
Por desgracia, a partir de la modernidad, aunque sin negar sus luces, hemos comenzado a perder el sentido de comunidad. Y tanto más acelerado como terrible ha sido también el advenimiento de ese supuesto nuevo lenguaje de la época neoliberal, que tiene en la tecnociencia y en la informática su rostro más acabado y más grotescamente manipulador. Por consiguiente, la defensa de los derechos humanos en estos tiempos de oscuridad neoliberal es hoy mucho más urgente.
Pero esos derechos tienen un sustrato común: la defensa de toda persona humana, la lucha contra toda desigualdad y discriminación y el combate a todo individualismo que pretenda desvincularse de lo social, ética y políticamente. Por tanto, el deber ineludible de bajar al campo de la organización política, que es, sin más, la práctica de una ética política. Que es el apoyar a todo movimiento que defienda los intereses materiales de existencia de los desheredados de la tierra, de distintas formas y en múltiples maneras; donde podamos formar nuevos paradigmas de acción y transformación. Cierto, el panorama actual es desolador, pero no debemos dejar que el peso del presente nos derrote por adelantado. Ante el pesimismo de la inteligencia, como nos previno en su momento Antonio Gramsci, es necesario oponer el optimismo de la voluntad.