En estos tiempos de la Cuarta Trasformación (4T), en que el titular del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), Adelfo Regino, otrora asesor del EZLN durante el diálogo de San Andrés, criminaliza a la comunidad otomí de la Ciudad de México que mantiene ocupadas las oficinas de la institución, y convertidas en la casa de los pueblos y comunidades indígenas Samir Flores Soberanes, hay que reiterar que no se ha dado un cambio sustancial en la política del Estado desde que se fundó el Instituto Nacional Indigenista en 1948. Hoy como ayer, y no obstante que este director es mixe, el INPI, como aparato burocrático del Estado, impone las políticas indigenistas a los pueblos como una fuerza objetivamente opresiva, manipuladora, disolvente y, ahora, desempeñando tareas contrainsurgentes y operadora de conflictos para la recolonización de los territorios, en nombre, nuevamente, del progreso y el desarrollo.
Conforme a la experiencia mexicana, recordemos que los estados nacionales latinoamericanos aplicaron políticas indigenistas con la pretensión de asimilar al indio a la “cultura nacional”, pero, en la práctica, mediatizaron sus formas específicas de expresión política y cultural. En rigor, el indigenismo de ayer y hoy trata de borrar las diversidades culturales de las sociedades nacionales e integrar a los indígenas a los sectores asalariados del campo y la ciudad. El fundamento de esta posición es una especie de evolucionismo unilineal a partir de lo cual lo “étnico” es la contrapartida del desarrollo histórico, el “fardo cultural” que impide que los indios pasen de una situación de “casta” con respecto a la sociedad “mayor”, o con respecto a las sociedades “complejas” o “nacionales”, a una situación de “clase”, idea expresada por el antropólogo mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán.
Como señaló Ernest Gellner, el proyecto de homogeneización cultural sustentado en la idea de “un Estado, una nación y una cultura”, donde basa su éxito el avance del sistema capitalista, difunde la idea de que la homogeneidad cultural es condición para el buen funcionamiento y la estabilidad de la gobernabilidad. En esta perspectiva ha venido bien a la ideología dominante la confusión creada con estas nociones, de que los estados nacionales sustentaron sus políticas de incorporación forzada de los pueblos, así como mediante estrategias de estandarización lingüística, religiosa, ideológica y educativa, a contracorriente de una realidad imperante en la medida que la mayoría de las naciones son plurinacionales, multiétnicas y plurilingüísticas.
Pese a su retórica que afirma buscar “el beneficio del indio”, el indigenismo ha sido un contrasentido para transitar los caminos independientes de los pueblos hacia una articulación con las sociedades nacionales equitativa y democrática. El indigenismo ha operado a partir de prejuicios raciales y culturales basados en la supremacía de lo europeo, lo mestizo, lo nacional sobre lo indígena. Con una visión que agudiza la dominación de un grupo social, que maneja el aparato gubernamental, que asiste a otro grupo social que supone incapaz de valerse por sí mismo, y, por tanto, requiere ser guiado. Esta dominación cultural niega el acceso real a la toma de decisiones en el sistema político y excluye del aparato de gobierno a los indígenas que practican la autonomía como formas de resistencia a la recolonización.
A la par de los procesos históricos en los que se fue construyendo el marco jurídico y el sistema político, los pueblos indios han regido sus vidas y organizado sus comunidades a través de costumbres propias, aún durante la Colonia. Como forma de resistencia, los pueblos indígenas huyeron del alcance de los conquistadores y se asentaron en territorios muchas veces inhóspitos, pero, a la vez, inaccesibles al yugo colonial. No fue hasta el proceso de “modernización” capitalista que muchos de estos pueblos tuvieron nuevamente contacto con los sistemas de organización política y sus instituciones vigentes en las metrópolis. Este contacto significó una nueva confrontación. La expansión de lo nacional, y del marco jurídico que lo sustentaba, tuvo que chocar nuevamente con la autonomía que de facto se reproducía en las comunidades. Si en el pasado se mantuvieron formas de organización indígena comunitaria como las “repúblicas de indios”, en el contexto de la consolidación del Estado nación, las comunidades indígenas y sus formas de reproducción de la vida fueron reprimidos por la vía militar. Los casos más trágicos han sido, sin duda, la guerra de castas en el siglo XIX, la represión sangrienta emprendida en contra de la “nación yaqui” y, en pleno siglo XXI, la renovada guerra contra los pueblos que hoy se libra en los frentes políticos e ideológicos, pero, sobre todo, reiteradamente, en el militar-paramilitar.