Se dice fácil, pero han sido seis décadas durísimas que comenzaron con una ligereza desconcertante y la creencia de que el bloqueo del gobierno de Estados Unidos a Cuba no duraría demasiado. Un par de años, quizás.
El 2 de febrero de 1962 John F. Kennedy llamó a su secretario de Prensa, Pierre Salinger, y le dio una tarea urgente:
–Necesito muchos puros cubanos, Pierre.
–¿Cuántos, presidente?
–Unos mil.
El funcionario visitó las tiendas mejor surtidas de Washington y consiguió mil 200 H. Upmann Petit Corona enrollados a mano en las vegas de Pinar del Río, en el extremo occidental de la isla.
“A la mañana siguiente, cuando llegué a mi despacho, el teléfono del ‘¿qué tal te fue?’, dijo, mientras yo cruzaba el umbral. ‘Muy bien’, respondí. Kennedy sonrió y abrió un cajón de su escritorio. Tomó un gran papel y lo firmó inmediatamente. Era el decreto que prohibía todos los productos cubanos en nuestro país. Los puros cubanos eran a partir de ese momento ilegales en Estados Unidos”, contó años después Salinger a la revista Cigars Aficionado.
Los periódicos de la época relataron con bastante exactitud lo que significaba aquella decisión. The New Republic escribió: “La economía de Cuba dependía de Estados Unidos para artículos esenciales como camiones, autobuses, excavadoras, equipos telefónicos y eléctricos, productos químicos industriales, medicinas, algodón crudo, detergentes, manteca de cerdo, papas, aves, mantequilla, una gran variedad de productos enlatados y la mitad de los alimentos básicos en la dieta cubana como el arroz y los frijoles negros… Una nación que había sido un apéndice económico de Estados Unidos quedó repentinamente a la deriva; era como si Florida hubiera quedado aislada del resto del país, incapaz de vender naranjas y ganado o de traer turistas, gasolina, repuestos de automóviles o cohetes de Cabo Cañaveral”.
Entre el 3 de febrero de 1962 y el 22 de noviembre de 1963 mediaron 657 días. Kennedy fue asesinado antes de que pudiera quemar uno a uno su arsenal de tabacos cubanos y antes de que se concretara la agenda de la negociación para tal vez revertir o suavizar el bloqueo, un proceso que estaba en curso cuando el magnicidio de Dallas.
Las consecuencias del fracaso de la invasión de Cuba por Playa Girón, en abril de 1961 –los invasores habían sido cambiados por compotas y tractores– y la llamada crisis de octubre que involucró a Estados Unidos, la Unión Soviética y Cuba, en 1962, fueron dos de los factores que habían determinado el arranque del intento negociador. Un memorando remitido por Gordon Chase, especialista del Consejo de Seguridad Nacional para asuntos de América Latina, a McGeorge Bundy, consejero de Seguridad Nacional del presidente Kennedy, el 11 de abril de 1963, recomendó con cinismo: “Si una suave aproximación negociadora a Castro es factible y exitosa, los beneficios podrían ser sustanciales”.
De nada valieron los intentos de rectificación de Kennedy ni los llamados no ya a la elemental justicia, sino al pragmatismo. Decenas de analistas, funcionarios y hasta ex presidentes estadunidenses han reclamado cordura para evitar que el castigo impuesto al pueblo cubano siga basado en la pulsión sádica, la inercia o simplemente en la arrogancia de un cogollo de politiqueros. Pero Washington ha seguido moviéndose en unas constantes vitales perversas. Wayne Smith, ex jefe de la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana y una de las voces más firmes contra el bloqueo impuesto unilateralmente por su país, llegó a la conclusión de que Cuba parece tener “el mismo efecto en las administraciones estadunidenses que la luna llena tiene en los hombres lobo”.
Tienen nietos y hasta bisnietos los que nacieron cuando Kennedy, con sus razones oscuras y su trastienda de tabacos, firmó la Orden Ejecutiva 3447 que decretó un bloqueo total sobre Cuba, incluyendo las medicinas y los productos alimenticios, y la amenaza a cualquier país que decidiera aliviar las sanciones. Algunos de esos cubanos han muerto y muchos morirán sin saber cómo funciona un país en condiciones de normalidad, la vieja o la nueva con covid, da igual. Sin entender cómo se ha podido actuar contra millones de personas por tanto tiempo y con tanto odio, un odio sin límite ni explicación racional.