Había empezado la semana leyéndole en voz alta El viejo y el mar. El señor Arreola eligió ese libro porque, según me explicó, lo había descubierto en su adolescencia. Entonces la debilidad visual no era grave y aún no se le dificultaba leer: su gran pasión.
El viernes, a punto de llegar al final de la novela, el señor Arreola me interrumpió abruptamente y me entregó un sobre con la paga de esa semana y la siguiente.
No entendí a qué se debía eso, pero él enseguida me puso al tanto de la situación: se iba a vivir a una casa de retiro. Lo inesperado de la noticia me aturdió y apenas tuve fuerzas para preguntarle “¿Cuándo?” Lo recibirían el lunes siguiente. “¿Por qué tan pronto?” No me dio explicaciones. “¿Qué hará con todas sus cosas?” Por las mañanas, quién sabe desde cuándo, en secreto había hecho los trámites necesarios para donarlas a un albergue de indigentes. En cuanto a los libros, que no eran muchos, pensaba llevárselos a su nueva casa y ofrecerlos como inicio de una biblioteca.
II
Por el tono de su voz comprendí que daba por terminado el asunto. Luego, con su habitual cortesía, me pidió que siguiera leyendo. Era nuestra última sesión, no quería dejar inconclusa la lectura de la novela, y menos en el momento en que Santiago, El Viejo, logra pescar un gigantesco merlín. Con tal hazaña termina una muy larga racha de mala suerte.
Sin poder concentrarme, temblándome la voz, pude leer algunas páginas más, pero al fin me di por vencida y cerré el libro. Al señor Arreola no pareció extrañarle mi reacción. Permanecimos en silencio hasta que logré preguntarle si el lunes me permitiría ir a despedirlo. Su respuesta fue un “no” contundente. No insistí, a pesar de que en ese momento mi separación de aquel hombre me dolió como si fuera un desprendimiento físico y me lo reproché: ¿cómo era posible que una persona a la que conocía de ocho meses atrás tuviera ya tanta importancia para mí?
Mi estancia en la casa ya no tenía objeto. Me levanté decidida a despedirme y puse la novela sobre la mesa. El señor Arreola la tomó y me dijo: “¿La aceptaría como un regalo de despedida?” Sin esperar mi respuesta, abrió el volumen y con dificultad escribió en la primera página la dedicatoria que leí en voz alta: “Para mi muy apreciada lectora.” A cambio de su gentileza, le prometí que iría a visitarlo a la casa de retiro para que termináramos la lectura de El viejo y el mar. Entonces él me miró con una expresión que no olvido, como tampoco he olvidado las circunstancias en que nos conocimos.
III
Por una situación desagradable, de la que no entraré en detalles, tuve que renunciar a mi trabajo en el despacho de valuadores donde permanecí ocho años. Sabía que, por mi falta de estudios y mi edad, no iba a ser fácil hacerme de otro empleo. Sin embargo, emprendí la búsqueda. Fue larga, costosa y, por desgracia, inútil.
Un domingo que fui a visitar a mi hermano Federico, conocedor de la situación, me propuso que me fuera a trabajar a su negocio: un taller eléctrico, pequeño, con cierto prestigio y muy buena clientela. Hacía tiempo que buscaba un ayudante de confianza para dejarlo como encargado mientras iba a atender algún servicio a domicilio. Para María Rosa, mi cuñada, fue un alivio. Su pésima salud le impedía ayudar a mi hermano.
Al taller asistían muchas personas, sobre todo mujeres, pero mi relación con ellas no iba más allá de escucharlas describirme la descompostura de sus aparatos y de las consecuencias en su vida doméstica y hasta sentimental: “Si no hay hielo en la casa, mi novio se enfurece y me regaña, como si fuera culpa mía que el refrigerador no funcione.” Mi tiempo iba pasando sin que me dejara nada, absolutamente nada más que la paga semanal.
IV
Una tarde, luego de recibir una llamada, mi hermano me dijo que iba a atender un servicio urgente, que quizá tardaría. Por eso me extrañó tanto verlo de regreso antes de media hora. “No era nada complicado, sólo fue necesario cambiar los tapones. El señor Arreola se angustia mucho por cualquier cosa y lo entiendo: en sus condiciones...”
El evidente aprecio de Federico despertó mi curiosidad: “Ese señor, ¿de qué está enfermo?” “Ya es grande, vive solo y es débil visual. Las cosas se le dificultan mucho y lo peor es que casi no puede leer. Está buscando una persona que lo haga por él. Me pidió que si sabía de alguien que pudiera ir a su casa, le avisara.”
Ignoraba que leer en voz alta fuera un trabajo y me interesó, en especial porque me urgía un cambio, algo que me compensara de la monotonía en el taller. Le comuniqué a mi hermano mi interés y enseguida me comunicó por teléfono con el señor Arreola. Me dijo claramente las condiciones del trabajo: “Lunes, miércoles y viernes de las seis de la tarde a ocho de la noche. Doscientos pesos diarios. ¿Qué dice?”
V
Por las mañanas iba al taller y por la tarde a la casa del señor Arreola. Nunca pensé que mi nueva actividad sería tan grata, al grado de que muchas veces –sin que él me lo pidiera– me quedé leyendo hasta después de las ocho de la noche. Me gustaba el interés y la emoción con que el señor Arreola me oía.
Aunque nunca hablamos de eso, creo que nuestra relación de trabajo se convirtió en una bella y silenciosa amistad que permaneció aún después de que él se fue a vivir a la casa de retiro. Cumplí mi promesa de visitarlo con frecuencia. Por fortuna, su vida nos dio tiempo para que terminara de leerle El viejo y el mar y algunas otras novelas. Sólo una está dedicada “Para mi muy apreciada lectora”.