No sólo ha sido el Fondo Monetario Mundial, sino también el Banco Mundial, la Unión de Bancos Suizos y el Bank of America, que recientemente han dado a conocer el ajuste, hacia abajo, de sus proyecciones sobre la trayectoria de la economía mundial. El primer atisbo a las cifras nos pone entre “las tres economías con mayor rezago”, como cabeceó El Universal la nota al respecto. Para decirlo pronto, junto con este diario, “México, España y Tailandia no se recuperarán del desplome de 2020”.
Tomemos nota de nuestros números: en 2020, la economía cayó 8.2 por ciento; creció 5.3 por ciento en 2021 y este año aumentará su producto en 2.8 por ciento. Los porcentajes del mundo indican que en 2020 declinó 3.1 por ciento, se recuperó en 2021 al llegar a 5.9 por ciento y se espera que este año se ubique en 4.4 por ciento. Si hacemos una operación sencilla veremos que nuestra economía cayó, en 2020, más del doble que el descenso del mundo; en 2021, crecimos seis décimos menos y en 2022 nuestro crecimiento estimado será de 2.8 por ciento comparado con 4.4 por ciento que se ha considerado para el planeta.
Malas noticias, sobre todo si hacemos un esfuerzo de imaginación sociológica para tener algún trazo del sufrimiento y la ansiedad que el desplome ha significado para millones de mexicanos. Y no sólo de las carencias materiales, resentidas por muchos, sino de los daños mentales, resumidos ahora por el vocablo depresión, que se extiende en y entre familias y comunidades, sin posibilidad alguna de decir que las autoridades hayan tomado nota de la magnitud del problema y hayan empezado a actuar en consecuencia.
Mala economía. Peor empleo. Escasez de bienes indispensables, ruptura de canales y cadenas productivas y de valor, nos llevan a pensar en males económicos mayores que nos recuerdan los espectros del estancamiento que el profesor Hansen bautizó en la década de los 30 como “secular” y que en el presente el economista Larry Summers ha vuelto a sugerir como probable escenario para las economías más avanzadas. Por no referirnos a las nuestras, reconvertidas en alto grado como las añejas formaciones sociales “espejo”, férreamente atadas a la economía global y sus líderes.
¿Es posible plantearnos, con premura y sensatez, la posibilidad de salir al paso de tan ominosas tendencias? ¿Es posible que el gobierno reaccione? ¿Es posible que ponga su máquina productiva, financiera, de recursos humanos, al servicio de la protección social mayoritaria? ¿Es posible que el gobierno asuma, como parte de sus tareas y obligaciones, la promoción de la actividad económica, la diversificación de nuestras estructuras y capacidades?
Tanto la experiencia mundial como la nuestra, a lo largo del siglo XX y en las primeras coyunturas críticas del actual, muestran que, sin el concurso de la economía política, de la política traducida a política económica, los panoramas de parálisis económica, decaimiento y pérdida acelerada de cohesión social, encogimiento democrático y político en general, serán más que espectros y pueden arrastrar al país a circunstancias destructivas de gran y enorme calado.
Decadencia sin auge no es sólo una perspectiva lúgubre, es un escenario que se asoma en la medida que las crisis que asuelan al mundo y a la especie se apoderan de la escena global.
No hay atajos ni escapes alternos, salvo el acuerdo que podamos construir entre todos y convertir en realidad mediante la cooperación social y el consenso político. No es una opción más sino tarea indispensable para empezar a vernos, a reconocernos de nuevo como somos y como podemos ser, que la pandemia ha evitado y el poder constituido aplastado con su absurdo solipsismo y el no menos aberrante triunfalismo arrogante. Pecado preferido del diablo, en versión de Al Pacino en su enorme Abogado del Diablo, que hoy bien puede servirnos de puerto de alivio.