Juan Pedro Llaguno en tarde de su alternativa se hundía en el fondo del redondel de la Plaza México, sacó la casta de la tradición torera y ganadera de la familia y bajo el milagro del encantamiento surgió un toreo clásico, ortodoxo, que dejó con la boca abierta a los cabales que asistieron en tarde congelada al coso.
En la Plaza México, en su 75 aniversario, Juan Pedro ejecutó en el centro del redondel la verónica y dos o tres pases naturales y otros tres trincherazos que hablaron de su planta torera. El torero se dedicó a abstraerse de la realidad y asistió al ritmo del juego de sus brazos que era ejecutado sólo para él mismo.
Despertó con la sensación de hallarse en la contemplación de su propia faena, en el espejo de la imaginación que le cautivaba el ánimo, en extraña armonía de formas, colores, en la oscuridad del coso que se llenó de luz con el toreo del chaval.
Esculturas que se perdían en el detalle inaprehensible.
El arte del toreo se magnificaba en función de la calidad de quienes lo presenciamos.
Los cabales disfrutamos más un pase bien toreado de Juan Pedro con naturalidad y hondura que faenas aburridas de cien pases.
Es en el campo bravo donde tomó conciencia el joven torero del impulso vital de dominar los toros, “fuerza bruta de la naturaleza”. De hecho, el toreo se empobrece con la teatralidad que exige la plaza de toros México con su particular escenografía, como nos ha vendido el diestro extremeño Antonio Ferrera, que repitió el color de la corrida de las luces.
Lo que pasa es que el toreo brota al calor de pocos, pero intensos cabales detectores de los más íntimos sentimientos de vida-muerte y su intención filosófica que va más allá del tiempo y el espacio real y enfrenta la muerte.
Y con toros de Xajay que salieron parados, que no embestían, salvó el prestigio de la ganadería el toro de Juan Pedro, que tuvo “su no sé qué” y le permitió triunfar al ya matador de toros.
Espero no equivocarme, pero en Juan Pedro Llaguno hay un posible gran torero.