“La mínima opción que debe tener un toro es atrapar al matador en un descuido. El torero no debe perderle nunca la cara a su enemigo, por muy boyante que le salga. Un toro que no le complica la vida al torero, ni aunque se descuide, no es un toro, será, acaso, un borrego”, ilustró el inolvidable cronista vasco Joaquín Vidal a un crónico que hablaba del “peligro sordo” de las reses exigentes, cada día más ausentes de los ruedos.
Y un auténtico borrego resultó Cocol, de Xajay, con el que tomó la alternativa Juan Pedro Llaguno, el menor de los dos hermanos, con la particularidad de que el mayor estuvo en la ceremonia como testigo vestido de civil. Otra rareza de la posmodernidad. Y ante aquella mesa con cuernos el nuevo matador, siempre seguro, desplegó una serie de prometedoras cualidades, desde los lances de manos bajas hasta la estocada entera, solvente y sobrado de cabeza torera… ante un borrego, no olvidarlo.
Con el cierraplaza Chistorete, que brindó a su hermano, el más joven de los Llaguno volvió a desplegar una tauromaquia tan sólida como asimilada. Una verdadera calamidad que muchachos toreramente dotados deban apechugar con encierros al gusto de empresas y apoderados de los “ases”, es decir, sin posibilidades de mostrar su tauromaquia ante la bravura. Resultó el menos manso del encierro, Juan Pedro estuvo por encima de la cansina embestida y consiguió cortar merecida oreja tras un trasteo empeñoso y convincente.
Lo demás fue lo de menos. Un tedioso desfile de borregos para el ídolo si no de la afición, consentido de la empresa, el español Antonio Ferrera −Ferrari le dicen los malosos por la velocidad que despliega en sus más o menos espontáneos chous− y ese magnífico torero poseedor de un temple privilegiado que es Juan Pablo Sánchez. El cartel no era tan indecoroso como el día y la hora, por lo que con todo y los afanes de la empresa de poner un casino después de la corrida, no convocó ni a un cuarto de plaza. Lo dicho: ¿qué ofrece el monopolio a cambio de lo que cobra? Toros bravos, no.