El derecho al agua es un derecho humano. Lo es tanto porque sin el agua la existencia de la vida es imposible, pero también porque en diversas épocas de la historia de la humanidad así se ha determinado. En 1804 al aprobarse el Código Napoleónico, pilar fundamental del derecho privado en los estados cuyos sistemas jurídicos echan sus raíces en el derecho romano germánico, la burguesía francesa decidió dejar fuera del comercio todos aquellos bienes que entonces no podían ser poseídos por algún individuo exclusivamente o porque la ley los declaraba irreductibles a propiedad, pues hacerlo ponía en peligro la existencia o el bienestar de las personas. Entre esos bienes se incluyó el aire y el agua. Esos principios existen todavía en la mayoría de los códigos del mundo aunque, al paso de los tiempos, los mercaderes han encontrado la manera de eludirlos.
En nuestro país, durante la época de la Colonia, el agua fue declarada propiedad del Rey de España, quien poseía facultades para autorizar su uso y aprovechamiento a sus súbditos. Al declararse la Independencia de la Nueva España y comenzar el nacimiento del Estado mexicano hubo una indefinición sobre la propiedad de este elemento natural y la Federación, los estados y los municipios, lo mismo que las haciendas y los pueblos, se la disputaron. Al final, prevaleció lo que el jurista italiano Luigi Ferrajoli ha denominado poderes salvajes, porque se imponía quien mayor poder tenía para hacerlo. En las últimas décadas del siglo XIX el porfiriato y los hacendados se impusieron y diseñaron disposiciones e instrumentos legales para hacerse de ella. Esto generó un descontento popular que se manifestó en la primera gran Revolución campesina del siglo XX, que declaró a las aguas propiedad de la nación y como en la Colonia, los particulares sólo podían aprovecharla mediante concesiones.
Esto dio pie a que se restituyeran a los pueblos las aguas de las que habían sido despojados y se dotara a aquellos que carecieran de ella. El agua se convirtió en un derecho social y así se mantuvo por mucho tiempo, hasta que llegó el neoliberalismo y volvió a entrar al mercado. El instrumento para que esto fuera posible fue la Ley de Aguas Nacionales que desreguló las concesiones y además de entregarlas al mejor postor permitió que se vendieran, rentaran, unieran unas con otras, se dividieran, cambiaran el destino para el que se había otorgado.
El resultado fue un terrible desorden en el que accede al agua no quien la necesita, sino quien puede pagar por ella y, como consecuencia, la mayor parte del agua se concentra en la agricultura de exportación, en la industria y la minería, mientras el agua para consumo humano escasea y muchas colonias urbanas y pueblos rurales carecen de ella hasta para su consumo.
Esa situación no es privativa de nuestro país. Por eso, desde 1966, cuando se aprobó el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, se reconoció al agua como un derecho humano; mismo que fue desarrollado en la Observación 15, relativa al derecho humano al agua. Como firmante de ambos documentos, desde esas fechas el Estado mexicano contrajo la obligación de regular en su legislación interna el derecho humano al agua. Tardó mucho en hacerlo. Fue hasta febrero del 2012 que se incorporó este derecho a la Constitución, otorgando al Congreso de la Unión 360 días para la expedición de la ley que hiciera posible el goce de este derecho para todos los mexicanos. Pero hasta la fecha no lo ha hecho, cayendo nuevamente en omisión, generando problemas alimenticios y de salud entre los mexicanos más necesitados.
Todo esto viene a cuento porque el 24 de enero pasado la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) se pronunció al respecto. En su comunicado se lee: “La Suprema Corte de Justicia de la Nación, en sesión del Tribunal Pleno, determinó que el Congreso de la Unión incurrió en una omisión legislativa de carácter absoluto en competencias de carácter obligatorio, al no haber emitido la Ley General de Aguas a que se refiere el artículo 4º, párrafo sexto de la Constitución general, en relación con el tercer transitorio del decreto que dio origen a dicha disposición, publicado el 8 de febrero de 2012”. La declaración del máximo tribunal es importante por ser la máxima autoridad en interpretación y aplicación de las leyes, razón por la que es de esperarse que, ahora sí, se legisle sobre esa materia, recuperando las iniciativas ciudadanas que se encuentran desde hace años en el Congreso.
Dada la diversidad de intereses que operan en contra, no es una tarea fácil. Pero sería saludable que el Estado deje de obedecer a los poderes salvajes a los que hace referencia el constitucionalista italiano, asuma su papel de poder soberano y apruebe la normativa y los instrumentos para que el derecho humano de los mexicanos al agua, deje de ser una ilusión y, por el contrario, se convierta en realidad. Si el gobierno la impulsara, sería una muestra de que algo está cambiando para bien de este país.