A pocos días de culminar el primer mes de 2022, como una herida abierta, la violencia prevalece como el principal problema de un país que, desde sus instancias públicas, mantiene su apuesta de combatir fuego con fuego. En la víspera del primer aniversario de la masacre de 22 personas en Camargo, Tamaulipas, en la conferencia mañanera del 20 de enero, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana se apresuró a mostrar cifras que pretenden acreditar una tendencia a la baja respecto de los índices de violencia del año anterior. Cierto: la violencia homicida en 2021 se redujo 3.6 por ciento respecto de 2020, pero de ninguna manera puede celebrarse que la violencia haya cobrado la vida de 33 mil 308 personas durante 12 meses en el país; un homicidio cada 16 minutos.
El primer trienio de López Obrador acumuló una cifra récord de 105 mil 804 víctimas de asesinato entre diciembre del 2018 y noviembre de 2021. Delitos como la violación y la extorsión aumentaron 28.1 y 12.3 por ciento. Entre enero y noviembre de 2021, 3 mil 462 mujeres fueron asesinadas, un promedio de 10 al día, de las cuales 922 fueron feminicidios. Ello quiere decir que la violencia feminicida aumentó 4.11 por ciento en la primera mitad del sexenio, y la violencia familiar se incrementó 15.5 por ciento.
No debe causar extrañeza que las encuestas nacionales continúen situando a la violencia como principal preocupación entre la ciudadanía. Así lo evidencia la Encuesta Nacional sobre Seguridad Urbana publicada recientemente por el Inegi que revela que, en el último trimestre de 2021, la percepción promedio de inseguridad se situó en 65.8 por ciento; experimentada diferenciadamente en 70.3 por ciento entre las mujeres y 60.2 entre los hombres.
Este incremento obedece al áspero cierre del año anterior y a la continuidad de la crudeza de la violencia en las primeras semanas de 2022. Zacatecas ha sido testigo de la más cruel violencia con episodios como el abandono de 10 cadáveres en una camioneta en las inmediaciones del palacio de gobierno de la capital del estado; o las decenas de cuerpos colgados en puentes carreteros. Dicho estado ha sufrido un aumento de 272 por ciento en la violencia homicida en los últimos cinco años. Situación similar vive Guanajuato, donde se han registrado al menos tres masacres en los últimos dos meses, y donde tienen lugar uno de cada cinco homicidios del país. Según el Semáforo Delictivo, la extorsión en Guanajuato aumentó mil 642 por ciento.
Las expresiones de inseguridad y de violencia extrema en el inicio del año, parecen rebasar cada vez más los esfuerzos del combate a la inseguridad por la vía de la militarización de la Guardia Nacional. De acuerdo con la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, en 2020 hubo 9 mil 741 personas desplazadas forzadamente, y de enero a octubre de 2021 se estima en más de 36 mil las personas que debieron abandonar sus hogares sólo en ese año. Michoacán, Guerrero y Chiapas están entre los estados más afectados por esa problemática.
Otro capítulo muy inquietante de la dinámica de violencia en curso es la dirigida contra las y los comunicadores. Apenas transcurridas tres semanas de 2022 ya contabilizamos tres periodistas asesinados, dos en Tijuana y uno en Veracruz, hoy por hoy el estado más adverso para el periodismo. El más reciente caso es el asesinato de Lourdes Maldonado, quien meses antes había expuesto su denuncia de amenaza frente a Andrés Manuel López Obrador en una conferencia mañanera. Con los tres victimados este año, suman 28 los periodistas asesinados en el actual gobierno; un total de 148 desde 2000 según Artículo 19. Por ello, el país ocupa hoy el penoso lugar 143 de 180 en materia de condiciones para ejercer la libertad de prensa, según Reporteros Sin Fronteras.
Los anteriores datos delinean casi un tsunami de violencia que, pese a sus dimensiones, no ha sido examinado en conjunto con perspectiva estructural en el ámbito mediático y la agenda pública. No queda duda que el gran pendiente de este gobierno sigue siendo la violencia, y que su estrategia de combate, la Guardia Nacional, no ha mostrado ningún resultado sustancial; a pesar de que, desde 2018 la Marina y la Sedena han aumentado su presupuesto 17.6 y 28 por ciento, y la Guardia Nacional lo incrementó en 6.6 por ciento este año.
El marco jurídico internacional de los derechos humanos da cuenta de que la militarización de la seguridad debe ser una estrategia de Estado extraordinaria, estrictamente temporal y subsidiaria, en tanto se fortalece y democratiza a las instituciones civiles de combate a la delincuencia. México lleva ya 15 años –sin importar los cambios de partido político en el gobierno– con la misma estrategia de uso de las fuerzas armadas para combatir el crimen, sin que se haya traducido en auténtica pacificación, particularmente en regiones del país tomadas por redes ilícitas de poder.
El panorama es desolador y, en pleno inicio de la segunda mitad del sexenio, no podemos menos que advertir que la narrativa de “abrazos, no balazos”, no se ha traducido en estrategias de reconstrucción de los tejidos sociales; 2022 es otro importante año electoral en el que se renovarán autoridades en seis estados, lo cual supone otro motivo de preocupación extrema, dada la memoria aún fresca del proceso electoral de 2021, en que, de acuerdo con la consultora Etellekt, la violencia política dejó 102 homicidios y mil 66 agresiones.