Que conste, pero que conste y se me extienda constancia al respecto: cuando incluí al maestro Pedro Salmerón en mi nómina de acreedores de gratitudes y reconocimientos, no tenía idea de su reciente importante encargo. En su debido momento no tuve la atención de agradecerle la distinción de que fuera lector de la columneta y le otorgara, además, un poco de su tiempo para dar a conocer comedidamente su opinión no coincidente con los comentarios por mí vertidos en torno al reconocido libro, de la autoría del maestro León Portilla: Visión de los vencidos. Obviamente quedé en falta.
Cuando yo impartía la materia historia de literatura mexicana en la UNAM, se dio la primera impresión del ahora discutido libro del historiador, antropólogo y, para algunos, nahuatlato Miguel León Portilla. (Esta palabra, según voces conocedoras, significa: indígena intérprete entre los habitantes originarios y los invasores españoles). La guía para la impartición de mi curso era uno de los libros que más veces he leído y que siempre más me deleita y entusiasma: Historia de la literatura mexicana, de don Carlos González Peña (Lagos de Moreno, Jalisco, 1885-1955). Cuando uno recorre su currículum (me gusta más cuando se llama “hoja de vida”) entiendo perfectamente por qué alguien lo llamó “un ilustre desconocido”). Poco se sabe de este novelista, periodista, orador y maestro que en 1931 fue aceptado como miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y luego ocupó la silla número 1 de esa institución. ¿Cuántos de los afamados/inflados doctores que placean su soberbia, y no pueden ocultar sus precariedades en las pantallas televisivas podrían presumir de preseas tan distintivas y bien merecidas?
En ese entonces el texto del que les hablo estaba agotado. En 1954 se tiró un total de apenas 3 mil ejemplares. El que yo tenía era una generosidad de Raymundo Ramos, Pancho Liguori o Vicente Magdaleno, quienes impartían esta misma cátedra con, evidentemente, mayores conocimientos, méritos y, por supuesto, antigüedad. El capítulo segundo de ese extraordinario compendio de la literatura mexicana que inicia su puntual y puntilloso recorrido a todo lo largo de nuestra historia a partir de aquel doloroso agosto de 1521, fecha en que se sitúa la ocupación de la antigua Tenoxtitlán, hasta el inicio de la segunda mitad del pasado siglo, está dedicado a los cronistas de la Conquista. A estos los cataloga en cuatro grupos: 1) los soldados: Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, 2) Los misioneros: Frailes Bartolomé de las Casas, Bernardino de Sahagún, Toribio de Benavente, Motolinia. (Sin acento, por favor). 3. Hay que agregar a los religiosos que jamás conocieron este continente pero que, por ser confesores, guías espirituales (?) de los principales conquistadores, fueron oidores privilegiados de sus relatos, ciertos o fantasiosos. Igual que los comentaristas televisivos de la actualidad, sus relatos y comentarios sobre la soldadesca del más alto nivel hacen que los héroes de Marvel queden como inútiles y collones. Francisco López de Gómora, estuvo al servicio de Hernán Cortés y de su hijo Martín. Pedro Mártir de Anglería (1454-1526), sin haber sido testigo de nada y careciendo de plataforma alguna como el Zoom de nuestros días, escribió, ahora sí que oídas, sobre la vida en este continente que, por supuesto, no fue descubierto en 1492 por un baturro llamado Rodrigo de Triana quien, trepado en lo alto del mástil de la nave insignia, Santa María (cuyo nombre original era la Mary Galante. Otra información lo ubica en La Pinta ¿A usted le importa?), muerto de hambre soñaba con un embutido, por eso al despertar comenzó a gritar entusiasmado: ¡morzzzilla, morzzzilla! lo que sus compinches, igual de hambrientos entendieron como ¡tierra, tierra! Y así Rodrigo de Triana, recién escapado de la Real demarcación de la real policía del real puerto de los reales Palos, ganó para siempre su renglón en la historia del ¿descubrimiento? De estos 42.55 millones de kilómetros cuadrados que constituyen nuestro continente. 4. Finalmente, el último grupo lo forman los historiadores indios, o mejor dicho, los indios historiadores. Destaca, en primer lugar, Tezozómoc, conocido también como Hernando de Alvarado, nombre adoptado en el momento de su bautizo. Esta crónica es una verdadera transmisión oral de las tradiciones y de las relaciones de esos tiempos. Tezozómoc era la voz azteca, así como Fernando de Alba Ixtlilxóchitl, trasnieto del último rey de Texcoco, fue descendiente de su madre Beatriz Papantzin, hija del último emperador de México. Su principal obra fue Historia de la nación chichimeca.
Varios siglos después, apareció el libro que nos ha llevado a esta larga explicación en razón de la importancia de quien tuvo la buena disposición de darnos a conocer su opinión y la de algunos otros expertos más sobre Visión de los vencidos, libro que, aunque parezca sorna o irónica intención, la columneta tiene “otros datos”. Por ejemplo, Eduardo Matos Moctezuma, considera: “Es un privilegio darle la palabra al oprimido. Las voces traducidas por el padre Garibay a las que León Portilla se propuso ordenar y difundir, nos dejan un testimonio directo y nos permiten conocer el dolor y el sentido con los que los sometidos, vivieron esa trágica etapa.” También el reputado historiador Alfredo López Austin reconoce que este libro lo impresionó mucho porque “es una presentación diferente a la tradicional versión de cómo se realizó la Conquista pues, “nos hace llegar una voz que no había sido escuchada”. Finalmente, José Emilio Pacheco, asevera: “ Visión de los vencidos es el gran poema épico de nuestra tradición antigua, un cantar semejante a la pérdida de Troya”.
Por hoy, de nueva cuenta el espacio le impide a la columneta compartir “otros datos” que tiene.
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