Al cumplir un siglo, la Secretaría de Educación Pública (SEP) da señales de obsolescencia terminal. Pero no siempre ha sido así. En sus inicios, en las décadas de 1920 y 1930, se convirtió en el fondo sólido de conocimiento y de futuro de lo que debería ser la nación posrevolucionaria. Un prolífico semillero de iniciativas y un espacio de discusión y definición de la educación sin paralelo en la historia independiente de México. Y no sólo abrió la escuela urbana y rural a miles, sino que retomó de sus maestros y organizaciones sociales el ánimo rebelde y la esperanza que había generado la Revolución.
Creó así una idea y un proyecto concreto de educación y de multiplicación de espacios de conocimiento que apasionó a maestros, consiguió despertar a comunidades y sectores abandonados, arrasó con conservadores y derechistas y, además, atrajo a intelectuales locales y extranjeros.
La SEP convocó a maestros sabios, capaces de leer la historia de exclusión y sometimiento, extraer de ahí lecciones y generar entonces un proyecto educativo muy distinto al de la dictadura. Como en otras revoluciones, en ésta también la educación fue asumida como el alma y centro de renovación constante del movimiento social que le dio vida. Convocó a miles de jóvenes, hijas e hijos de obreros y campesinos, a construir como magisterio una educación desde las comunidades y desde las necesidades y derechos de millones de campesinos, obreros, empleados, estudiantes. El arte y la educación se convirtieron, así, en un espacio clave de la construcción de una sociedad distinta.
Hoy, sin embargo, la SEP está penosamente ajena a la construcción de una nación. Desde hace décadas, pero ahora más, dada la impronta neoliberal, es una sombra sin alma y sin emoción, que pasa sin dejar huella y que, en ausencia de lo sustancial, se concentra en ser una buena burocracia autoritaria –como de manera ejemplar lo hace la Usicamm (Unidad encargada de dar reconocimiento monetario a las y los maestros). Guarda celosamente el orden, aplica el marco normativo y denosta a las comunidades escolares y universitarias que, con el referente de las autoridades sanitarias, calibran ellas mismas, de manera colectiva y libre, cuál es el riesgo a la salud de estudiantes y maestros.
Es una SEP que no habla, no explica, pero que tampoco quiere sentarse a escuchar y construir acuerdos sobre la pandemia y otros puntos importantes. Una SEP que no supo leer la oportunidad que le daba la rebelión social electoral de 2018, que no entendió o no quiso entender que esa fuerza social era la oportunidad de recrear a la SEP y a la educación en México, o por lo menos crear un marco legal que la propiciara.
No se preocupó por conectarse con las muchas formas en que la llegada al poder de los tecnócratas afectó profundamente la vida y esperanzas de niños, jóvenes, familias, maestros y académicos. No consideró realmente importantes las altas colegiaturas, las evaluaciones para el ingreso que favorecen a los ya privilegiados, los sobresueldos discrecionales, la comercialización de servicios universitarios, la vigencia de jerarquías autoritarias e intocables, y una orientación elitista de la educación que excluye en automático las necesidades de conocimiento de la mayoría de los habitantes del país, sus comunidades y organizaciones, sus barrios y asentamientos en la periferia de las ciudades, sus jóvenes desempleadas(os), sus mujeres sometidas y abusadas.
No captó que en los cinco años previos a 2018 hubo en México uno de los periodos más represivos de la historia de un siglo de educación. Aparte del 68, nunca habíamos visto represión como la que se dio contra los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) que pedían gratuidad y el cese en el uso de los exámenes estandarizados del Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior (Ceneval); contra normalistas de Ayotzinapa y contra una comunidad y maestros (Nochix-tlán) por oponerse al esquema de evaluación-despido del Instituto Nacional de Evaluación de la Educación (INEE).
Y a tal punto llegó esta indiferencia de la SEP que, en su momento, el recién nombrado secretario de Educación Pública sugirió que fuera ese mismo INEE quien diseñara la “nueva” evaluación de los maestros. Una Secretaría de Educación Pública que mantiene y defiende las evaluaciones discriminatorias de estudiantes y maestros, los sobresueldos discrecionales, la comercialización de servicios universitarios, las jerarquías autoritarias en escuelas y universidades. El efecto acumulado de estas iniciativas es precisamente el que luego denuncia el Presidente: individualismo elitista. Pero es la SEP la que ha decidido mantener estos rasgos.
En medio de una proclama de transformación nacional y de la urgente necesidad de dinamizar en México los procesos de conocimiento, es la SEP una sombra intangible y conservadora.