Nunca está de más recordar que en al menos un punto el ultraderechista Jair Bolsonaro viene cumpliendo de manera cabal sus promesas de campaña electoral en 2018: expresó que antes de pensar en el tipo de país que pretendía construir era necesario destruir lo existente.
Lo viene haciendo con dedicación radical y en régimen de tiempo integral. A veces fracasa, gracias a la intervención del Supremo Tribunal Federal, que impide algunos de sus proyectos. Por eso Bolsonaro vive en permanente conflicto con los integrantes de la Corte Suprema de Justicia, acusándolos de no respetar la independencia entre los poderes.
La educación pública, con énfasis en los cursos superiores, está degradada, las artes y la cultura sufren devastaciones cotidianas, la economía navega rumbo al naufragio, la industria perdió de manera muy marcada su participación en el mercado, las exportaciones se concentran básicamente en el campo.
Y pese a todos los esfuerzos del gobierno, la salud pública logra sobrevivir, en buena parte, gracias al amparo de medidas del Supremo Tribunal Federal. Y remando contra la furiosa marea, la inmensa mayoría de los brasileños buscó y busca inmunizarse frente a la expansión de variantes de covid-19.
En un tema, desafortunadamente para todos, se cumple de manera rigurosa una promesa de Bolsonaro: destruir el medioambiente.
Circula con fuerza cada vez más palpable entre los brasileños lúcidos la idea de que todo lo que Bolsonaro devasta alguna vez será recuperado, excepto el medioambiente. De la educación a la economía, de la industria a la política exterior, todo es recuperable. La naturaleza destrozada, no.
En permanente campaña electoral desde el primer día como presidente brasileño, Jair Bolsonaro renueva de manera incesante sus vínculos con productores rurales y devastadores forestales que obviamente se oponen a medidas de protección ambiental.
Hace poco, y confirmando su línea de acción, Bolsonaro celebró que su gobierno redujo 80 por ciento el número de infracciones aplicadas a quienes atacan al medioambiente. Y se jactó de haber, cumplido su promesa electoral, “liquidó la industria de la multa”.
Con eso contribuyó de manera eficaz el brutal aumento de la minería ilegal en la región amazónica y áreas vecinas. Uno de los resultados más inmediatos de esa acción es la creciente contaminación por mercurio de aguas y peces consumidos por habitantes de las aldeas en la zona.
En 2021, la devastación en la región amazónica creció 29 por ciento con relación a 2020, y seguirá avanzando durante este año electoral. La impunidad asegura el respaldo que parte significativa de empresarios del campo conceden a Bolsonaro, además de mineros ilegales e invasores de tierras públicas o de áreas de reservas indígenas.
Un clarísimo ejemplo de la política ambiental defendida por el ultraderechista es el congelamiento de miles de millones de dólares del Fondo Amazonia, creado con recursos ofrecidos por Noruega y Alemania.
Ese fondo tenía un consejo deliberativo integrado por representantes de la sociedad civil y del gobierno, que fue disuelto en los primeros meses de Bolsonaro en la presidencia, y nunca más pudo ser recuperado.
El ex ministro del Medioambiente Ricardo Salles, quien renunció luego de ser denunciado por autoridades de Estados Unidos por exportación ilegal, dijo que sólo crearía otro consejo si la palabra final para la aplicación de recursos le tocase al gobierno. Los donadores se opusieron y todo quedó en el aire.
La devastación cruel e incesante es la mayor hazaña de un gobierno que vino para destruir.
La imagen global de Brasil, duramente corroída desde la llegada de Jair Bolsonaro al Palacio de Planalto, tiene foco de críticas feroces concentrado en la cuestión ambiental.
Esa imagen podrá, de alguna forma, ser rápidamente recuperada por el gobierno que resulte vencedor de las urnas en octubre.
Sin embargo, la recuperación del medioambiente tardará mucho tiempo, muchísimo más, si es que alguna vez esto llega a ocurrir.
Será ésa la principal herencia del peor presidente de la historia de mi pobre país.