Entre las concepciones que ha evaporado la pandemia del covid-19, hay una que resulta tan evidente que, acaso por ello, pasa por desapercibida. Como en el cuento de la Carta robada de Edgar Allan Poe, donde la evidencia del crimen se encuentra frente a los ojos de todos y, por evidente y manifiesta, escapa a la vista de los implicados.
Durante tres décadas hemos hablado de la globalización como si fuera un proceso que da sentido a las contradicciones del mundo contemporáneo y parece referirlo a un horizonte de intelegibilidad. Pero, ¿qué tan certera es esta noción? Por más que sea un concepto polémico, como lo son todos los geoabarcantes, se entiende grosso modo que implica la hipercirculación de mercancías, capitales, signos, culturas y seres humanos de tal manera que los lazos y relaciones que producen tiende a su desterritorilización. Lugares, manufacturas y seres que antes se hallaban desconectados ingresan en un grado de conectividad impredecible e impensable hace unas cuantas décadas. La digitalización del mundo es, acaso, su premisa básica; digamos, el océano donde nadan sus peces.
Y sin embargo, el mundo que reveló la pandemia parece, en efecto, moverse en esta dirección, aunque bajo coordenadas mucho más precisas y acotadas de las que se desprenden de la vaguedad del concepto de lo global. Sobre todo, si se observan las nuevas estructuras de poder que fijan, determinan y definen las formas de globalidad.
La sorpresa fue la desagregación radical de lo global en naciones que se amurallaron por completo en términos de semanas cuando comenzaron los contagios en marzo de 2020. Ninguna institución, ninguna actitud respondió –la OMS es un fantasma propagándistico– al reto de una epidemia efectivamente global. A la hora del peligro, de la implosión económica, cada país se amuralló en su propio miedo. El America first (Estados Unidos primero) de Trump devino el China primero, el Alemania primero, el Rusia primero. Como ha observado Wendy García, incluso las vacunas llevan signaturas nacionales: Sputnik, Pfizer (en estados las marcas expresan la nación), Sinovac, Soberana Y el Estado y la nación se transformaron en las últimas trincheras de la esperanza y la indignación, ya no como estados-nación, sino como naciones-muralla.
Y es aquí donde la globalización devino un suplemento de conglomerados político-corporativos que hoy ejercen sus imperativos sobre ella y definen una forma singular de expansión y dominación: las tecnohegemonías. Aceptémoslo: el concepto de globalización, a diferencia del de imperio o imperialismo, evade la distinción de las estructuras de poder y expoliación que encierra.
En rigor, sólo existen en la actualidad dos estados y medio que han mostrado su adaptabilidad para adecuarse a esta nueva forma de dominación global: Estados Unidos y China. El medio corresponde, sorpresivamente, a Rusia. Ni Europa, ni Japón ni los tigres asiáticos entran en esta categoría. Es impresionante cómo la Unión Europea no cuenta con ninguna plataforma digital con capacidad de intervención política general. En el mundo de las tecnohegemonías, Europa representa una provincia.
Una potencia tecnohegemónica es aquella capaz de producir tecnologías que se adapten, en días, a las condiciones, materiales, culturales y políticas de las sociedades y países en los que se propone intervenir. Fue Michel Foucault quien desdibujó los cuatro tipos de tecnologías que requieren un orden social para autorreproducirse. Partamos de esa tipología.
1. Las tecnologías de producción. China se ha revelado como la única potencia capaz de producir bienes a la carta en un tiempo, precio y calidad inalcanzables para cualquier competidor. Estados Unidos olvidó que la industria de la manufactura es la infantería de cualquier forma de hegemonía. La pregunta que se hacen muchos analistas es si este proceso transcurre hoy bajo formas estrictamente capitalistas. Las grandes corporaciones hacen hoy sus ganancias, más que del consumo, de su relación con los bancos centrales. Acaso vivimos un proceso que se asemeja más a un tecnopatrimonialismo. Acaso habría que hablar de un poscapitalismo.
2. Las tecnologías del signo. Es la parte más débil de China y el centro del dominio estadunidense. La esfera de la construcción del drama social e individual es nula en China. Es aquí donde una potencia produce los arquetipos bajo los cuales la vida íntima e individual resulta en horizontes de sentido y bloques de afectos.
3. Las tecnologías del poder. Los sistemas de control, vigilancia e intervención para modificar conductas y percepciones se han desplazado ya a la esfera digital. En este ámbito, Estados Unidos se asemeja más a una potencia del siglo XX que a una del XXI.
¿En qué cabeza coherente cabe abrir simultáneamente tres frentes de alta conflictividad al mismo tiempo, como hace hoy Washington en Ucrania, Taiwán e Irán? Por otro lado, el poder chino es autoritario, vertical, abrasivo y sofocante. Simplemente inaceptable. Todo está abierto en esta esfera.
4. Las tecnologías del yo. En china marchan en dirección del hipertrabajo; en Estados Unidos, del hedonismo. Difícil augurar el resultado final.