En la década de 1980 se ratificó la inexorable conexión de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en el contexto político nacional. Esto, que acaso resulte una obviedad para los entendidos, es un hecho que permite interpretar de una manera diáfana lo que ocurrió entonces. El ascenso de un grupo político –encabezado por el presidente Miguel de la Madrid– caracterizado por su espíritu tecnocrático y por su estrecha mirada ante los complejos problemas del país, encontraría un correlato en la institución universitaria la cual habría de enfrentar severas crisis a lo largo de esos años. Así, durante la primera parte de esa década, la máxima responsabilidad institucional recayó en el doctor Octavio Rivero Serrano (1981-84), quien se hizo cargo de la rectoría universitaria.
Bajo el escenario de una aguda crisis financiera, ante la caída de los precios del petróleo y el deterioro constante del bienestar social, De la Madrid asumía una estrategia de gobierno en la que, por encima de criterios políticos y sociales, primaba la racionalidad económica y la salud de las finanzas públicas. Tales tendencias –ancladas en el incipiente marco del neoliberalismo económico– tendrían graves efectos en amplias capas de la población. Aunado a lo anterior, en 1984 la inseguridad nacional se coronaba con el asesinato del periodista Manuel Buendía, hecho que lastimaba profundamente la confianza en un régimen que había planteado, además de una “sociedad igualitaria”, la “renovación moral”, la “democratización integral” y la “planeación democrática” del país (Plan Nacional de Desarrollo, 1983-88).
Con base en la retórica de la revolución educativa y marcando un incipiente énfasis en favor de la calidad, se fue imponiendo un discurso asociado a la eficiencia y la productividad que, en realidad, sustentaba una política económica de ajustes y restricciones. La política económica tuvo efectos devastadores en la educación y de manera contundente en la educación superior. De la estrategia de financiamiento y crecimiento de la década anterior se transitó a una política de reducción y “austeridad” de los presupuestos universitarios y a una estrategia de contención de la matrícula. El establecimiento de topes salariales y el aumento de la inflación repercutió de manera negativa en los niveles de ingreso, trayendo como consecuencia la precarización del trabajo académico y administrativo en las universidades, así como el consecuente ascenso de la movilización sindical en dichas instituciones.
La línea entre la política nacional y las estrategias definidas en la Universidad Nacional quedaba claramente establecida desde el Plan Nacional de Desarrollo PND (1983), el Programa Nacional de Educación, Cultura, Recreación y Deporte (Pnecryd, 1984), así como el Programa Integral para el Desarrollo de la Educación Superior (Proides, 1985). Así, los puntos principales del PND señalaban la necesidad de “racionalizar” la universidad de masas y de promover un “crecimiento más equilibrado” de ésta. El documento señalaba la significación de que, “más allá de su autonomía”, las universidades tenían una responsabilidad con la nación. La razón económica y la importancia de cobrar cuotas al estudiantado se hacían presentes en la explícita declaración de que los beneficiarios reintegraran “solidariamente parte de su costo” y señalando que el financiamiento se otorgara considerando “no solo la dimensión de la población escolar, sino los esfuerzos realizados en favor de la calidad y la eficiencia”.
A su vez, el Pnecryd apelaba a la aparente contradicción entre una matrícula ascendente contra una calidad descendente, concretada en una “baja eficiencia terminal”, agudos problemas del bachillerato, posgrado desordenado y escasa vinculación entre investigación y docencia. Finalmente, el Proides recomendaba, entre otros temas, el “mejoramiento de la calidad de la educación” a través de mecanismos como “la eliminación gradual del pase automático y el establecimiento de límites de admisión por carreras”.
Si bien tales documentos fueron asumidos institucionalmente de manera relativa, durante el periodo del rector Rivero se fue gestando un esquema de reforma universitaria que retomaba al espíritu administrativista de la propuesta gubernamental. Las críticas se centrarían además en el limitado carácter de las consultas y en su orientación técnica y organizativa, antes que en una verdadera propuesta académica. Dicho ejercicio parecía responder en buena medida a las indicaciones –y acaso a las presiones– del gobierno federal y no lograba generar interés en la comunidad universitaria. En la siguiente gestión, encabezada por el rector Carpizo, se expresarían en toda su magnitud las diferentes fuerzas universitarias las cuales quedarían inexorablemente articuladas a la problemática nacional.