La política para combatir la inflación actual no está clara, tanto economistas como funcionarios de importantes bancos centrales están cuestionando los consensos que produjo el neoliberalismo. Se discute si en este momento los índices de precios al consumidor efectivamente pueden medir la inflación. Hay un cierto acuerdo en que se carece de una teoría de la inflación con verdadera capacidad explicativa. En consecuencia, ya no hay consenso en que para combatir la inflación sean adecuados el aumento de la tasa de interés y la reducción del gasto público.
Esta discusión, que ya venía de tiempo atrás, se ha avivado con los resultados inflacionarios de 2021: Estados Unidos cerró con 7 por ciento; Alemania, 5.2; España, 6.5; Canadá, 4.7, y entre los latinoamericanos Brasil registró 10.2; Chile, 7.2; Colombia, 5.6, y México 7.4 por ciento. Estos crecimientos de precios contrastan con los 10 años anteriores, en los que no se expresó preocupación sobre riesgos deflacionarios. La nueva situación inflacionaria ha hecho que se repitan las recetas tradicionales para controlarla. En diversos ámbitos, pero particularmente en algunos bancos centrales, se reitera esta visión ortodoxa para enfrentar este brote inflacionario.
Los cambios que ha provocado la pandemia de covid 19 están alterando significativamente muchos comportamientos comprobados de variables claves. En el inicio de este brote inflacionario, que abarca a casi todos los países, se insistió en su carácter temporal, pero al persistir, han reaparecido explicaciones convencionales que se proponen reforzar decisiones políticas, tanto de gobiernos como de bancos centrales. Las explicaciones convencionales, muy socorridas en los medios financieros y entre los llamados mercados, se han derrumbado gracias investigaciones producidas en los propios bancos centrales, y en los medios heterodoxos.
Respecto a los índices de precios, sabemos que se construyen con el supuesto de que existen proporciones del gasto de las familias en comida, vestuario, renta, transporte, etcétera, que se mantienen constantes en el tiempo. Es claro que la pandemia ha modificado drásticamente los patrones de gasto. Los consumidores están gastando más en alimentos y otros comestibles, que en transportación, hoteles, restaurantes y recreación. Estos cambios en el consumo introducen sesgos significativos en los índices de precios al consumidor con los que medimos la inflación. Si se corrigieran, el registro de 2021 de aumento de precios se reduciría. A esto hay que agregar el asunto del año base: la depresión de 2020 provoca que los aumentos de precios en 2021 se magnifiquen.
En cuanto al tema de la capacidad explicativa de la teoría monetaria convencional predominante desde la contrarrevolución monetarista, desde antes de la pandemia importantes funcionarios de bancos centrales reconocían que no disponían de un modelo teórico de la inflación. Charles Goodhart, miembro del comité de política monetaria del Banco de Inglaterra, plantea que “en este momento el mundo se encuentra en una situación extraordinaria debido a que no tenemos una teoría general de la inflación”. Los pasados 30 años demostraron que los enfoques que predominaron: la teoría monetaria friedmaniana para la cual la inflación es resultado de excesos de oferta monetaria buscando gastarse en pocos bienes, y la curva de Philips que postulaba una relación causal entre inflación y desempleo, no tienen sustento empírico.
Dada esta carencia, se ha recurrido a una teoría de la inflación “parchada”, que señala que si las expectativas se mantienen ancladas, la inflación estará también anclada. Lo cierto es que las familias tienden a extrapolar su experiencia reciente al futuro, de modo que las expectativas se autorrealizan. Un importante análisis publicado por la Reserva Federal, titulado ¿Por qué pensamos que las expectativas inflacionarias importan para la inflación? ¿Deberíamos hacerlo?, indica que los fundamentos teóricos que sostienen que las expectativas determinan la inflación son siempre débiles.
Esto lleva al último asunto: las decisiones de política monetaria. El postulado de que el control de la inflación se logra elevando la tasa de interés y reduciendo el gasto público. En la historia económica hay relevantes muestras de que esta causalidad no necesariamente existe. La inflación no siempre es un asunto de exceso de demanda. También resulta de desequilibrios sectoriales entre oferta y demanda. Este parece ser el caso en la coyuntura actual, por lo que restringir la demanda agregada es inadecuado y, además, tiene efectos negativos en la economía.
Hay otros instrumentos para controlar la inflación: congelamiento de precios, controles selectivos, políticas salariales de recuperación, inversiones públicas etiquetadas para resolver cuellos de botella. Estas medidas atacan la inflación, al tiempo que preservan propósitos económicos importantes. Como vemos, la discusión es reveladora. La tarea del banco central y, por supuesto, de nuestro banco central, no puede ni debe resolverse haciendo uso de una teoría incapaz de explicar la inflación actual y, por ello, tampoco debe limitarse a las decisiones de política que esa teoría propone.