Muhammad Ali no sólo era un boxeador. Fue mucho más que un hombre consagrado al deporte. Él mismo lo repetía sin aspiraciones de esnobismo. Lo suyo fue un constante aprendizaje que partía de la reflexión, la duda, el diálogo y la comprensión. Por eso el lunes que se cumplieron 80 años de su nacimiento fue evocado por la huella que dejó en la historia del siglo XX, por una memoria que –tal como se dijera del peleador nacido en Louisville– aún flota como mariposa y pica como avispa.
Lo recordaron Yolanda Ali, quien fuera su esposa; Neil Leifer, el fotógrafo que lo consagró, y se autoconsagró con aquella imagen mítica donde Ali celebraba ante un Sonny Liston en la lona, y Mauricio Sulaimán, presidente del Consejo Mundial de Boxeo, quien conoció cuando era un adolescente al hombre más famoso de una época.
“No tengo la menor duda de que hoy Muhammad estaría promoviendo el uso de las vacunas para combatir la pandemia”, afirma la viuda de Ali; “lo veo presumiendo las suyas, porque era un hombre que creía en el conocimiento y ante todo amaba la vida”.
Neil Leifer refuerza este ejercicio de imaginación. El fotógrafo que dio la imagen más podero-sa que se recuerde del boxeo, sabe muy bien que hablar de Ali es hacerlo de algo más que aquello que realizó sobre el cuadrilátero.
Apoyo sin ideologías
“Hoy se le recuerda por todo lo que logró como hombre de su época”, dice Leifer; “la gente creía en Ali, y él estaba consciente de ese cariño, lo aprovechaba para beneficio de las personas sin importar el origen ni las ideologías, sabía que su influencia debía ser para apoyar a los demás”.
Ali profesaba un amor casi puro por la humanidad. Ese sentimiento lo llevó a ser consecuente en cada una de sus acciones y palabras, recuerda Yolanda. Y ese mismo compromiso con su visión de mundo lo convirtió en una víctima de la época, en un suje-to perfecto para servir de castigo ejemplar hacia todos aquellos que se atrevieran a desafiar a la autoridad en aras de algún ideal.
“Muhammad provocaba a la audiencia, la hacía pensar sobre ideas profundas, pero con el humor como instrumento”, precisa Yolanda; “era gracioso hasta para exponer sus puntos de vista, tenía una consciencia moral muy alta y su estrategia para invitar a pensar era a través del humor y la ironía”.
Mientras lo evocaban, vieron un ejemplo de ese poder de reflexión, crítica social y humor. En una entrevista, la mejor versión de Ali relata con maestría un episodio de su niñez, cuando su madre lo llevó a una iglesia. Ahí vio ángeles y la representación de La última cena. Le llamó la atención que no había personajes de raza negra.
“Mamá –le preguntó Ali–, ¿qué pasa con los ángeles negros, adónde los llevan? ¿Por qué no hubo negros invitados a La última cena?
Mamá –y aquí se revela como maestro de la ironía–, ¿por qué el pastel de ángel es blanco y el pastel del Diablo… pues de chocolate?”