Ciudad de México. ¿Luis Echeverría? Félix Hernández Gamundi, integrante del Comité del 68, lo define sin ambages: “Es un genocida”. Y en esa calidad, para quien estuviera preso por el movimiento estudiantil de 1968, “el ex presidente debe pagar por el genocidio que perpetró. No puede quedar impune el personaje más emblemático de la etapa de mayor autoritarismo y represión del viejo régimen”, esgrime.
Entrevistado por separado, Fritz Glockner, autor de Memoria roja y Los años heridos, una detallada reseña de la guerrilla y la guerra sucia, así como su secuela de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones, sostiene que Echeverría es, sin duda, el presidente más siniestro y perverso que ha tenido México”.
Amparados en sus experiencias personales e investigaciones, Glockner lo ubica como el creador del “andamiaje del horror” mexicano durante dos décadas. Hernández Gamundi expone: “Echeverría no ha sido exonerado. Obtuvo un amparo contra la prisión domiciliaria a la que fue condenado en 2006 en un juzgado, por genocidio. Pero este delito no prescribe. Se le otorgó a pesar de que la legislación establece que en estos delitos no es aplicable”.
Su sexenio, una casa de los espejos: Glockner
Si algo tenía el ex presidente Echeverría era su capacidad para manipular el escenario político y proyectar una imagen progresista en los años más duros de la historia reciente en México, resume Glockner.
Más que una guerra sucia, Echeverría desató una guerra de baja intensidad contra todos sus opositores. En paralelo, hacia al exterior proyectaba un gobierno de apertura reivindicando la defensa de los países del Tercer Mundo, cercano al gobierno de Fidel Castro y de otras experiencias libertarias.
Era también un embaucador. Pretendía aparecer como el heredero del cardenismo; defensor de los intereses del Tercer Mundo y promotor de la apertura de las relaciones con China, para ocultar sus actos de represión en México. “Era una forma de legitimación”, después de los hechos del 68.
Y en seguida, Glockner se pregunta: ¿cómo pudo atraer el respaldo de mentes tan lúcidas como Carlos Fuentes o Fernando Benítez, después de haber ocurrido el halconazo del 10 de junio de 1971 y en plena guerra sucia?
En ese juego de espejos –arguye–, Echeverría logró atraer el respaldo de un sector de intelectuales que creyeron en su discurso reformador. Se trataba de representar la idea de un país donde se suponía la atención a las demandas populares desde 1910; se asumió heredero de las causas cardenistas, mientras al mismo tiempo desataba una guerra de baja intensidad contra quienes luchaban contra el autoritarismo gubernamental.
Otro factor que respalda la tesis de que el suyo fue un sexenio de apariencias está en la confrontación con el sector empresarial, al que “nunca le hicieron gracia sus medidas populistas” y que escaló con el asesinato del empresario Eugenio Garza Sada en medio de una operación para secuestrarlo.
Glockner –quien en sus libros detalla los episodios más cruentos de la guerra sucia, como el asedio y muerte de Lucio Cabañas y la represión a las organizaciones insurrectas de entonces– admite que, por sus características, no hay una cifra real de víctimas de esos años. Estima sin embargo que en todo el periodo –que abarca hasta los primeros dos años del sexenio de José López Portillo– se calcula que fueron más de 5 mil los ultimados.
Comparecer ante la historia
Desde su coincidencia en Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz y Echeverría sellaron el destino de los movimientos opositores, resume Hernández Gamundi. Casi dos décadas en las que Echeverría fue protagonista “desde las catacumbas de Gobernación” y con las aprehensiones de los dirigentes Valentín Campa y Demetrio Vallejo; el sometimiento del movimiento de médicos en los 60, antes de la masacre de Tlatelolco.
“Echeverría fue profundamente demagógico. Se asumió como el que rescataría los principios de la Revolución Mexicana y en la práctica era un represor autoritario”.
Además, “se hizo pasar como solidario ante la desgracia en Chile con el golpe a Salvador Allende, al tiempo que en México desplegaba una política de exterminio contra quienes se oponían a su gobierno”, como la operación de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y la creación de la Brigada Blanca, los instrumentos más represivos del gobierno.
Preso por su participación en el movimiento de 1968, Hernández Gamundi afirma que salió de la prisión por un desistimiento del Ministerio Público por acusaciones que nunca tuvieron sentido. “Fue un cálculo que hicieron al promover la libertad, cesar el proceso en contra nuestra y de líderes campesinos y sindicales porque eran una aberración jurídica”.
A la distancia, Félix Hernández persiste en su demanda de justicia –como miles de personas desde hace más de medio siglo– reconociendo el avance alcanzado con la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, creada a partir de un “informe demoledor” de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Fue una alternativa ante los recovecos legales para investigar lo sucedido en Tlatelolco: Díaz Ordaz reservó esos expedientes por 30 años. Y en 1998, “cuando presentamos una demanda por genocidio, se nos argumentó que los delitos habían prescrito”.
Aunque reconoce que Echeverría permanece impune por muchos de los delitos que cometió, subraya que a partir de las investigaciones de la Femospp y su judicialización resultó culpable: “el genocidio nunca prescribe. Echeverría recibió orden de aprehensión y mañosamente, por la edad, se le dio prisión domiciliaria, a pesar de que por el tipo de delito no aplica”. Está libre sólo por un amparo, pero su proceso no está terminado, afirma.
“Hay 52 expedientes de averiguaciones previas que la Procuraduría General de la República recogió del archivo de la Femospp cuyas investigaciones fueron terminadas y quedaron listas para ser consignadas ante un juez que involucran la guerra sucia.
“A mí no me importa lo que pase personalmente con Echeverría, pero que diga lo que sabe”, porfía.