Madrid. El 29 de septiembre de 1975, el entonces presidente de México, Luis Echeverría, articuló una ofensiva diplomática de alto nivel para provocar el derrumbe de la dictadura fascista de Francisco Franco, quien tan sólo dos días antes había firmado las que fueron las últimas ejecuciones de un régimen que durante sus casi 40 años de vida fusiló a decenas de miles de personas y que obligó al exilio a centenares de miles. Aquel día, el presidente Echeverría envió un mensaje al secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU), el austriaco Kurt Waldheim, en el que le instaba a celebrar una reunión “urgente” del Consejo de Seguridad para expulsar a España y su régimen de la comunidad internacional y rechazar su política de “garrote vil”.
Eran los últimos años del sexenio de Echeverría (1970-1976), en los que mostró especial interés en la política exterior. Y lo que estaba pasando en España le indignó hasta tal punto que inició una ofensiva diplomática en la que además hubo un duro cruce de acusaciones y descalificaciones con el régimen franquista.
El 27 de septiembre de 1975, Francisco Franco, que para entonces ya era un dictador decrépito, con graves problemas de salud y al frente de un régimen moribundo, decidió firmar los que fueron los últimos fusilamientos de la dictadura. El escenario de las ejecuciones fueron Madrid, Barcelona y Burgos, donde fueron “pasados por las armas” tres integrantes del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz, y dos miembros de Euskadi Ta Askatasuna (ETA), Juan Paredes Manot y Ángel Otaegui. Es cuando España y su régimen entran en el ojo del huracán de la comunidad internacional, con numerosas expresiones de repudio.
Y Luis Echeverría decide ir un poco más allá de la simple condena y articula una ofensiva diplomática. El primer paso fue el envío de la carta al secretario Waldheim, en la que le propone celebrar una reunión urgente del Consejo de Seguridad para expulsar de la ONU a España –que había logrado su incorporación a la ONU en 1950, con las únicas abstenciones de México y Bélgica–.
Pocos días después de haber enviado su carta, el 7 de octubre de ese mismo año, compareció ante la Asamblea General de la ONU, en un largo y elocuente discurso en el que además de repudiar el despilfarro del armamentismo sin límites de las grandes potencias, también se refirió a la situación que había en España: “Ratifico, con firmeza y serenidad, la petición mexicana, elevada a la consideración del Consejo de Seguridad el día 28 de septiembre próximo pasado, consciente de que técnica y políticamente nos asiste la razón”, al insistir en que los fusilamientos del franquismo eran fruto de “una reiterada violación de derechos humanos” e incurrían en “la creación sistemática de un clima de confrontación violenta, susceptible de conducir a una fricción internacional y [de] poner en peligro el mantenimiento de la paz en un punto de la tierra que, por ser de interés estratégico, amenaza la seguridad mundial”.
La respuesta del régimen español fue furibunda, primero a través del primer ministro del gobierno español, Carlos Arias Navarro, quien en un mensaje televisado señaló a México como el principal impulsor de una “campaña exterior contra España”, al reconocer también su “sorpresa al advertir cómo regímenes políticos nada escrupulosos a la hora de adoptar los más expeditivos procedimientos contra los brotes de violencia registrados en sus respectivos países, manifiestan ahora su farisaica indignación contra la legalidad y la justicia españolas. El caso de Méjico (sic), promotor de la inaudita iniciativa de nuestra expulsión de Naciones Unidas, y de cuyo concepto de los derechos humanos dan buena muestra los espantosos asesinatos de la Plaza de las Tres Culturas en 1968, es el exponente más claro de esta repugnante farsa”. Y el propio dictador Franco se refirió a la crisis internacional en un discurso pronunciado el 1º de octubre, al señalar a México como el líder de “una conspiración masónica-izquierdista de la clase política, en contubernio con la subversión terrorista-comunista en lo social”.
La ofensiva diplomática de Echeverría para derrumbar el régimen franquista no prosperó ante el Consejo de Seguridad de la ONU, que no entró a discutir el fondo de la cuestión alegando que se trataba de un asunto que no afectaba a la paz internacional ni a la seguridad de las naciones.
Menos de dos meses después de los últimos fusilamientos de su régimen, Franco murió el 20 de noviembre de 1975 en la cama de su residencia oficial, el Palacio del Pardo.
Tras el deceso, Echeverría se mostró partidario del restablecimiento de las relaciones diplomáticas con España, que habían estado rotas durante toda la dictadura franquista, pero finalmente no culminó esa reanudación hasta la primavera de 1977, ya como presidente de México José López Portillo.