Moscú. Semanas después de exigir que Estados Unidos y sus aliados de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) acepten de inmediato tres condiciones a sabiendas inadmisibles para Washington y Bruselas –llevando la confrontación a niveles extremos, sólo vistos en los periodos más tensos de la llamada Guerra Fría que se creían superados para siempre– podría parecer que Rusia no logró nada, salvo que su intención fuera hundir la bolsa y depreciar el rublo, efectos colaterales que siguieron a cada declaración apocalíptica de la diplomacia rusa.
Los voceros oficiales de Moscú no se cansan estos días de afirmar que, con la negativa de Estados Unidos y sus aliados a siquiera considerar, ya no se diga satisfacer, las demandas de Rusia, no hay ningún motivo para seguir negociando. A la vez, el actual punto muerto era totalmente previsible y, por tanto, no sorprende a nadie.
Las negociaciones de Rusia con Estados Unidos, con la OTAN y con la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa, antes y después de celebrarse, acapararon los titulares noticiosos con el cruce de acusaciones y desmentidos, advertencias, movimientos de tropas, amenazas de usar la fuerza o de aplicar sanciones.
Se llegó al extremo de que el viceministro de Relaciones Exteriores, Serguei Ryabkov, dio a entender que Rusia podría instalar bases militares en Cuba y Venezuela, pero aparentemente Moscú no lo consultó con La Habana y Caracas, por lo cual el portavoz del Kremlin, Dimitri Peskov, tuvo que saltar este lunes al ruedo de las aclaraciones para decir que cualquier eventual decisión al respecto se tomará con pleno respeto a la soberanía de estos países.
Todo indica que la decepción generalizada que prevalece tras el fracaso de las negociaciones no es fortuita y forma parte de la estrategia de Moscú para alcanzar un objetivo doble:
En primer lugar, dejar en evidencia a Washington y Bruselas como contrapartes intolerantes que se niegan a tomar en cuenta las legítimas preocupaciones rusas y, más adelante, ante el riesgo de que la confrontación derive en un devastador conflicto armado, obligarlos a hacer concesiones aparentemente menores pero que puedan ser presentadas como conquistas de Moscú, por ejemplo, acordar los parámetros anuales de las maniobras militares de ambos y su distancia de las fronteras de Rusia.
Porque resulta impensable que el Kremlin, cuando empezó a hablar de que exigiría garantías vinculantes para detener la expansión de la alianza noratlántica, pudiera creer que la OTAN estaría de acuerdo en conceder a Rusia una suerte de exclusividad sobre el espacio postsoviético, como si se tratara de reditar en este momento la Conferencia de Yalta y así, casi 77 años después, repartirse de nuevo el mundo en “zonas de intereses vitales y áreas de influencia”, en función de los arsenales nucleares de cada cual.
Los encargados de formular la política exterior rusa saben perfectamente que la OTAN bajo ningún concepto tomaría una decisión que se contradice con sus documentos fundacionales que proclaman la llamada doctrina de “puertas abiertas” y, por lo mismo, era evidente el rechazo de Washington y Bruselas a firmar un tratado jurídicamente vinculante que ponga fin a la expansión de la alianza hacia el este.
En realidad, Rusia también propuso a la OTAN algo más humillante: desdecirse de la promesa hecha en su Cumbre de Bucarest en 2008 y comprometerse a que no admitirá como miembros a Ucrania y Georgia y, por extensión, a ninguna otra república ex soviética, negando a estos países soberanos su derecho a decidir por sí mismos.
Tampoco parece realista plantear a la OTAN que cumpla las otras dos exigencias: suscribir un documento vinculante de no instalar, en países limítrofes con Rusia, armamento ofensivo que, a juicio de Moscú, represente peligro para él y, además, desmantelar la infraestructura militar de la alianza después de 1997, es decir, antes de que ingresaran once países de Europa central y las tres repúblicas bálticas.
La posición oficial del Kremlin es bien conocida y consiste en que Estados Unidos y sus aliados incumplieron su promesa verbal de no expandirse hacia el este y, treinta años después del colapso soviético, la infraestructura militar está cada vez más cerca de las fronteras de Rusia.
Sin duda es así. Al mismo tiempo, los países de reciente ingreso a la OTAN o los que hacen fila durante años para cumplir los estándares de la alianza y aspiran a ser admitidos sostienen que no quieren ser patio trasero de un vecino cuyo arsenal nuclear es el único argumento para reivindicar sus pretensiones imperiales. No ayuda que legisladores oficialistas, como por ejemplo se permitió hace poco Piotr Tolstoi, vicepresidente de la Duma, lancen declaraciones temerarias en el sentido de que Rusia “debería restablecer los límites del imperio zarista”.
Por si acaso, países neutrales como Finlandia y Suecia defendieron una vez más su derecho a ingresar –si esa fuera la voluntad de la mayoría de sus habitantes– a la OTAN o a la organización que mejor les parezca.