Sentado en la banca del parque, Rosalío sigue consultando el aviso oportuno. Le extraña que en medio de tantas ofertas de trabajo no haya podido encontrar uno apto para él, ni siquiera porque ya no tiene exigencias y está dispuesto a ocuparse de lo que sea con tal de no seguir desempleado.
Se encuentra en esa condición desde hace año y medio, cuando renunció a su puesto en la imprenta. Agobiado por las deudas, la incertidumbre y la impaciencia de Armida, se pregunta cuánto tiempo más va a prolongarse su búsqueda y si tendrá fuerzas para soportarla antes de que la desesperanza lo lleve a cometer una locura.
Se le ocurre una solución posible: volver a la imprenta y solicitar una nueva oportunidad, pero desiste de inmediato: le repugna la simple idea de que tendría que hablar con Damián, el joven a quien la señora Olvera presentó como su sobrino el mismo día que lo hizo gerente de la empresa.
Ajeno a la inquietud provocada por su nombramiento y para ganarse la simpatía de sus empleados, Damián –alto, ojiverde, lampiño– pidió que lo vieran como un trabajador más, una persona comprensiva, respetuosa de los méritos y las conquistas laborales, pero sobre todo amante de la renovación. “¿Dudas?”, preguntó con una amplia sonrisa dedicada a su generosa tía.
II
Rosalío sabe que se esforzó por adaptarse a los cambios impuestos por su nuevo jefe, pero llegó el momento en que no pudo resistir sus arbitrariedades, su trato despótico hacia los trabajadores más antiguos, entre los que se contaba él, y acabó por renunciar. Armida apoyó su decisión desde el primer momento y sigue haciéndolo, pero en términos que afectan a Rosalío: “No es por nada, pero creo que debiste pensarlo mejor.” “Cielo, perdóname: no es hora de que te pongas exigente.” “No te lo reprocho: lástima que con tu dignidad no pueda pagarle al carnicero.”
Después de su fatigosa y estéril búsqueda de empleo, Rosalío a veces le da la razón a Armida, pero luego se sobrepone y para no caer en el desánimo procura convencerse de que hizo lo correcto al renunciar. Sabía que a partir de ese momento iba a enfrentarse con muchos rechazos y dificultades, pero no que ese infierno se prolongaría 18 meses.
En medio del insomnio, Rosalío se pregunta ¿cuántas calles habrá caminado en todo ese tiempo? ¿En cuántos parques se habrá sentado a matar las horas? ¿Cuántas veces habrá querido ser otro? No importa qué condición tenga, con tal de no seguir siendo él, ese hombre a quien todas las mañanas ve reflejado en el espejito del baño. Le gustaría desbaratarle el rostro y con su carne, como si fuera plastilina, hacer otro en donde esté escrito un destino que no sea ir a un parque, sentarse, ignorar el mundo a su alrededor y concentrarse en las páginas del periódico donde se compra, se vende, se busca, se ofrece...
III
Rosalío recorre la columna hasta que encuentra un aviso con posibilidades para él: “Se solicitan meseros ambos sexos para trabajar en restaurante al norte de la ciudad: Buen sueldo, propinas, prestaciones de ley. Interesados llamar al...” La oferta es atractiva, lástima que su edad rebase los 30 años que se especifican como requisito indispensable para ser contratado.
A Rosalío le parece ridículo haberse creído milenario al cumplir 30 años. Recuerda que entonces era planchador en una tintorería por el rumbo de Arboledas. Lo único gratificante de ese trabajo era atender a la señora Milena cada vez que ella le llevaba su ropa. En algunas ocasiones, cuando nadie lo veía, acariciaba las prendas como si fuera la mujer el objeto de sus mimos. Le gustaría verla otra vez, pero no ahora, cuando se siente derrotado.
Al cambiar de página ve, bajo la sección de Alimentos, un recuadro: “Recepcionista ambos sexos para hotel. Sur de la ciudad. Horario mixto. Presentarse con solicitud elaborada”. Rosalío imagina que debe ser emocionante trabajar en un albergue a donde lleguen personas de todo el mundo, aunque duda mucho que el turismo internacional quiera hospedarse en un hotelito de la Calzada de Tlalpan.
Conoce varios de ese rumbo. En la pared de un cuarto él y Vicky –un amor clandestino– dejaron grabadas en la pared sus iniciales, la fecha del que era su primer encuentro íntimo y un juramento de amor eterno. “Pinche vieja”, murmura sin ánimo ofensivo y vuelve al periódico.
En su búsqueda encuentra una alternativa que le parece extraordinaria: “Magnífica oportunidad. Técnicos en turismo, de entre 25 y 45 años. Viajes. Indispensables conocimientos de inglés, buena presentación y facilidad de palabra”.
En una rápida autocrítica Rosalío acepta que el verbo no es lo suyo, ni siquiera porque en una ocasión, a sugerencia de la maestra Carolina, su madre lo inscribió en un curso de oratoria. Allí no aprendió nada, y menos a controlar su frecuente tartamudeo. Dejó las clases a raíz de que el maestro calificó su discurso acerca del valor de la familia en términos que provocaron las risas de sus compañeros: “Tienes buenas ideas, pero dices una frase y te atoras, luego otra y ¡lo mismo! Pareces carreta en empedrado”.
IV
Rosalío no pierde la esperanza de encontrar en el amplio abanico de ofertas un trabajo que le devuelva el aplomo y la independencia económica. La posibilidad de que ese sueño se vuelva realidad está allí, en ese mar de letras pequeñísimas. Desecha la oferta para cargo de punteador en fábrica de armazones metálicas, también la que va dirigida a taqueros expertos en garnachas y se detiene en una escrita con mayúsculas: “Urge ayudante general. Empresa autopartes. Sexo indistinto. 3,500 mensuales”. La paga le parece miserable y salta a otra columna: “Mecánico industrial. Experiencia mínima tres años. Herramienta completa. Sueldo según aptitudes”. Eso le prometieron cuando entró al área de mantenimiento de una fábrica. A los siete meses salió de allí igual de pobre y con la mitad de un meñique.
La evocación le humedece los ojos. Al enjugarse el llanto descubre un aviso de cuatro líneas: “Trabajo actoral. Extras. Todas edades. No se requiere experiencia”. Rosalío no puede controlar su entusiasmo y aplaude porque al fin encontró el empleo que colmará su secreto y más constante sueño: ser otro, ser cualquiera menos un desempleado.