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Revolucionario, poeta, escritor ruso de idioma francés, historiador y periodista, Victor-Napoléon Llovich Kibalchich, mejor conocido como Victor Serge, nació en Bruselas el 31 de diciembre de 1890, de padres exiliados, y murió, igualmente en el exilio, en Ciudad de México el 17 de noviembre de 1947. Transitó por las principales corrientes del movimiento obrero: el socialismo reformista, el comunismo anarquista, el individualismo, el anarcosindicalismo, el bolchevismo y el trotskismo, para finalmente arribar a un socialismo humanista de corte libertario y antitotalitario.
Sobreviviente de la peste negra y también de la peste roja, en 1941 llegó a México, el último refugio de los proscritos del mundo. En 1942 sorteó un intento de asesinato y, todavía vigoroso, falleció en diciembre de 1947 de un ataque cardíaco, a bordo de un taxi.
El autor del libro agradece a Roxana Rodríguez, Fernando González Casanova, Koulsy Lamko, Marissa Reyes, Felipe Vázquez, Andrea Gálvez, José Ángel Leyva, Hugo Vargas, Rebeca Lozada, Alejandra Riba, Marco Kim, Alberto Cue y Atzelbi Hernández, quienes, en distintos momentos y desde sus propias trincheras, hicieron posible la edición.
Escritos en francés, los Diarios de un revolucionario (1936-1947) –editados el año pasado en México por la UACM y la BUAP, con traducción de Claudio Albertani y Francesca Gargallo y portada de Vlady– abarcan en gran parte la etapa mexicana de Victor Serge, aunque también incluyen fragmentos de la segunda mitad de los años treinta. Son la continuación ideal de las clásicas Memorias de un revolucionario, que se detienen en el umbral de la llegada del autor a nuestro país, en septiembre de 1941. Poseen un enorme valor, no solamente porque ofrecen una suerte de bitácora de su vida, sino porque contienen una mina de reflexiones utilísimas acerca de la Unión Soviética, la disidencia, la evolución de la guerra, la vida cultural y política de México en los años cuarenta, así como la precaria situación de los refugiados antitotalitarios, además de numerosos ejercicios de introspección psicológica y literaria.
Victor Serge es un autor difícil de clasificar. Un revolucionario, sin duda, pero también un gran escritor. Hijo de exiliados rusos, nace en Bruselas el 31 de diciembre de 1890 con el nombre de Víctor-Napoleón Llovich Kibalchich y muere, igualmente en el exilio, en Ciudad de México, el 17 de noviembre de 1947. Transita a lo largo de su vida por las principales corrientes del movimiento obrero: el socialismo reformista, el comunismo anarquista, el individualismo, el anarcosindicalismo y el bolchevismo, para finalmente arribar a un socialismo humanista de corte libertario y antitotalitario.
Su larga trayectoria militante comienza a los quince años en la Joven Guardia Socialista de Ixelles, entonces un barrio obrero de la capital belga, y prosigue en las filas libertarias, tras la lectura del folleto de Kropotkin A los jóvenes. Todavía adolescente, viaja a París donde se relaciona con ilegalistas radicales que pregonan la guerra a muerte contra la sociedad, la famosa Banda Bonnot. A pesar de ser inocente, queda atrapado en hechos sangrientos que le cuestan cinco largos años de prisión.
Liberado en 1917 se refugia en Barcelona, donde colabora con la prensa anarquista y comienza a firmar sus artículos con el pseudónimo que le conocemos: Víctor Serge. Cuando estalla la revolución rusa decide ir a la tierra de sus ancestros, pero la guerra mundial sigue y el viaje no es fácil. Llega a principios de 1919, después de muchas aventuras y una prolongada estancia en un campo de concentración francés. Se establece en Petrogrado y a los pocos meses se adhiere al partido bolchevique, a pesar de sus convicciones libertarias.
Combatiente en la guerra civil, fundador de los primeros servicios de información de la Internacional Comunista, agente clandestino en Europa, Serge vive el fracaso de la revolución y la progresiva degeneración del régimen soviético. Se codea con los líderes del naciente Estado soviético, pero el anarquismo no acaba de morir en él y ve con asombro, luego con horror, la revolución convertida en una prisión, “la prisión más grande del mundo”.
Opta entonces por la literatura y no por gusto estético, sino por la apremiante necesidad de dejar un testimonio. Encarcelado una primera vez en 1928, es liberado y luego deportado a Oremburgo, ciudad al pie de los Urales, antesala del gulag, el sistema concentracionario soviético. Hacia la primavera de 1936, poco antes de los procesos de Moscú, logra salir de la urss por un “milagro incomprensible” y la providencial intervención de Romain Rolland. Vuelve entonces a Europa occidental, junto a su esposa, Liuba Rusakova, y a sus dos hijos, Jeannine y el futuro pintor Vlady.
Es precisamente en 1936 cuando comienzan estos Diarios de un revolucionario (1936-47) que publica la uacm en colaboración con la buap, en una edición crítica, acompañada de cientos de notas, un diccionario de personajes, un álbum de fotos y bocetos de Vlady. Descubierta por quien esto escribe, y publicada por primera vez en 2012 en Francia, la obra, hasta ahora inédita en español, es la continuación ideal de las célebres Memorias de un revolucionario, aunque el registro de escritura es aquí más personal e íntimo.
México, el último refugio
Serge redacta muchas páginas sobre el tema que le obsesiona: la revolución que se devora a sí misma, pero escribe también sobre arte, literatura, historia, antisemitismo… Registra asimismo los principales acontecimientos del momento y apoya sin titubeos a la revolución española, trágicamente estrangulada por Hitler y Stalin. En 1941 llega a México, donde pasará los últimos seis años de su vida agitada dedicado a la redacción de algunas de sus obras más importantes: las citadas Memorias y las novelas El caso Tulayev, Los últimos tiempos y Los años sin perdón, sin contar Vida y muerte de León Trotsky (primera biografía del fundador del Ejército Rojo), poemas, ensayos, artículos periodísticos y una copiosa correspondencia.
Además de revelar el mundo interior de un gran escritor, los Diarios refrendan a Serge como un auténtico genio del retrato: cientos de personajes desfilan por sus páginas, pintados con palabras eficaces y precisas. Son sus amigos, las víctimas de múltiples totalitarismos, pero también sus enemigos, los verdugos de las revoluciones fracasadas del siglo xx. Y está su nueva compañera, la futura arqueóloga Laurette Séjourné, a quien ama perdidamente y con quien entrelaza una relación más bien borrascosa. Pero, de igual manera, está Liuba, “la gran enferma”, que permanece atrapada en Francia y terminará sus días en una clínica psiquiátrica de Aix-en-Provence con el alma destrozada. Imperdibles se antojan las conversaciones sobre las culturas indígenas de América con el entonces desconocido antropólogo Claude Lévi-Strauss, y con André Breton, el papa del surrealismo.
La parte mexicana es la más larga, la más suculenta del libro. Contra todo oportunismo, Serge disecciona la izquierda estalinista de Vicente Lombardo Toledano y David Alfaro Siqueiros. La visita a la cárcel de Lecumberri, donde encuentra a Ramón Mercader, el verdugo de Trotsky, es aterradora.
En el campo opuesto, se yergue un manípulo de militantes antitotalitarios que mantienen su protesta contra todo despotismo y no consienten en denunciar ciertos campos de concentración silenciando otros. Poderosa la silueta de Otto Rühle, el marxista libertario, antiguo adversario de los bolcheviques que hace las paces con Trotsky y lo defiende en el contraproceso de Coyoacán. Serge establece con él y su esposa Alicia –psicóloga, educadora, pionera del feminismo– una relación de complicidad y cercanía espiritual. Incapaz de seguir viviendo, Alicia se suicida el día de la muerte de Otto.
Poseído por una curiosidad insaciable, Serge se lanza al descubrimiento de México. Lo recorre como puede: en tren, en autobús, en auto y a pie, observando y registrando todo con la mirada desprendida del etnólogo, pero también con empatía, especialmente hacia el indio, a quien compara con el mujik, el campesino ruso.
Los ardientes libertarios
Las ruinas de Tula, un día de muertos, una cantina de Cuernavaca, Amecameca, un burdel de Ciudad de México… Destaca la descripción del recién nacido volcán Paricutín, a donde Serge acude, intrigado por ese cataclismo telúrico; él, que es un experto en cataclismos humanos. Entre la lava incandescente encuentra al Dr. Atl, el pintor de volcanes, antaño anarquista, ahora antisemita y simpatizante nazi, a quien describe como un aventurero del Renacimiento italiano.
Los Diarios evidencian también las múltiples dificultades que enfrentan Serge y sus amigos, el aislamiento, la falta de trabajo, la pobreza extrema, el doble exilio. Y es que, en plena guerra mundial, cuando México es aliado de la urss y la izquierda está fagocitada por el mito soviético, ellos reman a contracorriente: son ardientes libertarios, convencidos de la necesidad de repensar la naturaleza misma de ese “socialismo” que asesina a sus mejores hijos.
Página tras página, emerge entonces otra historia de México, “una historia de la que fuimos exiliados”, según la acertada expresión de Rafael Mondragón. Cronista de una época de duelos y desastres, en 1942, Serge esquiva un intento de asesinato y, todavía vigoroso, aunque probado por las adversidades, muere en noviembre de 1947, en un taxi. No ha cumplido los cincuenta y siete años. Ataque cardiaco, reza el reporte médico, pero Vlady siempre pensó que fue envenenado por agentes de Stalin.
En la época de la “conciencia oscura” (y a la nuestra, ¿cómo llamarla?), he aquí los diarios de un hombre “eternamente dislocado” (David Huerta), gozoso escultor de una vida plena y trágica que no cede lugar al pesimismo ni a la derrota.