Ciudad de México. La doctora Judith Friedlander es una antropóloga estadunidense que desde muy joven vino a México y vivió en el municipio indígena de Hueyapan, en Morelos: “Cuando llegué a Hueyapan, alguien que estaba en el autobús conmigo, me dijo: ‘Usted tiene que conocer a la familia Barreto’. Me llevó a casa de doña Zeferina Barreto, quien me dijo: ‘Usted puede vivir en la casa con nosotros, aprender náhuatl’. Hoy –aclara J. Friedlander, autora de Ser indio en Hueyapan –, conozco bien la lengua pero no puedo hablarla”.
Cinco minutos después de llegar al pueblo, Judith Friedlander se encariñó con una niña de cinco años: “Maribel, hija de doña Josefina. Maribel siempre me seguía. Cuando salí del pueblo, un año después, Maribel empezó a escribirme, por eso mantuve el contacto con Hueyapan. Maribel me dijo que aprendió a escribir por esas cartas. Yo soy como su madrina. Mantenemos el contacto hasta ahora. A su mamá y a su abuelita las quise mucho. Su abuelita decía que yo era su hija gringa, y me llevaba al mercado. Era curandera, muy ‘comadrera’, hablaba mucho. Aprendí mucho del pueblo gracias a doña Zeferina y a don Rafael.
“Guillermo Bonfil –continúa Judith– fue el primero que me habló de Hueyapan. Cuando vine a México con el propósito de estudiar a un grupo que se llamaba Movimiento Restaurador de Anáhuac. Cuando hice mi tesis de doctorado, primero me interesó el Black Power en Estados Unidos, así como El Poder Rojo, de los indígenas norteamericanos. En 1969 hubo movimientos políticos muy fuertes en ese país, y tuve la posibilidad de estudiar movimientos en México. Conocí al Movimiento Restaurador de Anáhuac de maestros e ingenieros que construían una cultura mexicana, pero me sentí muy nerviosa con ellos y decidí buscar un pueblo indígena donde vivir y aprender lo que pensaban los habitantes de su identidad indígena. Guillermo Bonfil sugirió Hueyapan y un profesor mío de la Universidad de Chicago, Víctor Turner, gran conocedor de pueblos mexicanos me llevó a conocer Hueyapan y, después de un par de horas, decidí regresar. Tomé el autobús sola a Hueyapan y un señor me llevó a la casa de la familia de Maribel y me invitaron a vivir con ellos. Yo había dejado mi mochila en el hotel Vasco, en Cuautla, y regresé para recoger mis cosas. Desde ese día viví con esa familia. Conocí muy bien a todos los hermanos, pero mi relación con Maribel resultó muy especial desde el principio; pasé mucho tiempo con su abuelita y con su mamá. Aprendí a hacer tamales y entrevisté a todo mundo sobre lo que es ser indígena, por eso escribí Ser indio en Hueyapan, que salió en 1975 en inglés, y en 1977 en español y en francés. Nuevamente, se publicó en 2006. Esa edición es más política e intelectual que la primera. La doctora Bell Chevigny viajó conmigo a entregarle el libro al pueblo y fue un día de fiesta.”
Judith Friedlander es muy querida en Hueyapan y se interesó especialmente en la niña Maribel, hoy día una mujer muy guapa y dueña de sí misma:
–Yo soy Maribel Vargas Espinoza, tengo 58 años, soy originaria de la comunidad indígena de Hueyapan, Morelos. Nací en 1963; cursé la primaria en la escuela Carlos Arturo Carrillo de mi comunidad. Como en Hueyapan no había secundarias, mi papá me llevó a una técnica en la comunidad de Zacualpan de Amilpas, Morelos.
“Obtuve una beca para estudiar en la Secundaria Técnica 1 en Palmira, Morelos, para niñas indígenas. Me ordenaron: ‘Tienes que ir a Palmira’, y me fui tres años. Es un internado para niñas indígenas; yo me considero niña indígena.
“Al principio lloré mucho, porque extrañaba mi pueblo, a mis hermanos, pero gracias a la escuela conocí muchas cosas, muchos lugares, viajamos mucho. Conocí el Popocatépetl, el sureste mexicano, los mares. Eran viajes de estudio. Según la materia que cursábamos, salíamos de viaje. Si veíamos Teotihuacan en clase, nos llevaban a Teotihuacan; si veíamos la cultura maya, nos llevaban a Chichén Itzá, a recorrer el sureste. El aprendizaje era en vivo.”
–¡Qué maravilla de escuela!
–Éramos niñas de 12 a 14 años. Nos volvimos independientes, porque cada una cuidaba de sí misma. Contábamos con un equipo de trabajadoras sociales, enfermeras, un médico. La Escuela Secundaria Técnica número 1 Lázaro Cárdenas resultó muy buena. El pueblo se llama Palmira por una hija de Lázaro Cárdenas, quien donó las instalaciones para niñas indígenas. En un principio fue escuela Normal, después sólo secundaria. Fue una experiencia muy grata, llena de aprendizajes y también de mucha nostalgia, porque sufrí por haber dejado a mi familia.
“Después hice la Normal en Cuautla y la Normal Superior en Querétaro; soy maestra normalista. Estudié una maestría en la Universidad Pedagógica Nacional (UPN) y ahí hice mi doctorado. En la maestría hablé del concepto de la vida cotidiana y tuve el honor de conocer la obra de alguien muy importante en mi vida, ‘mi madre intelectual’, Judith Friedlander, antropóloga que vivió en mi pueblo Hueyapan cuando yo tenía cinco años e influyó definitivamente en mi vida. Llevamos una amistad de casi 50 años. Hoy, nos escribimos cada ocho días y nos hablamos por teléfono cada 15.
“Hice mi tesis sobre la filósofa húngara Agnes Heller. Le escribí a Judith: ‘A lo mejor la conoces’, y me respondió: ‘La conozco, yo soy su jefa, trabaja conmigo en la New School’. ‘Bueno, si la conoce, yo quiero que venga a la Universidad Pedagógica’. Judith la convenció y vino. Yo trabajaba en la UPN en Ecatepec, en la Unidad 153. Vino Agnes a la UPN del Ajusco y a la de Ecatepec a disertar sobre el concepto de vida cotidiana e identidad. También viajó a Hueyapan. Construimos una amistad bonita gracias a Judith y al trabajo que hice en 2015, y sacamos un libro: Revoluciones de la vida cotidiana como una interrogante, que se presentó en 2019 después de que murió Agnes, y que publicó la editorial Siglo XXI.
“Así que de niña indígena pasé a ser doctora en Educación en la UPN, y me convertí en la interlocutora de una filósofa reconocida en el mundo entero. Judith Friedlander invitó varias veces a doña Zeferina Barreto, mi abuela, a que hablara ante los estudiantes de diversas universidades en Estados Unidos, y habló de lo que significa tener a una antropóloga en su casa. Los alumnos rieron cuando destacó su preocupación porque la antropóloga no comía y estaba siempre con su grabadora.”