De manera excepcional escribo en primera persona: a finales de los años setentas, en el semanario Proceso, aprendí de Vicente Leñero que un reportero (y por extensión un opinador) no debe ser protagonista del hecho o la noticia a comunicar (o comentar). Este caso, creo, amerita romper esa norma. Poco antes de las seis de la mañana de este sábado 15 de enero de 2022, cuando me aprestaba a releer el texto de Luis Villoro El sentido de la historia, me llegó la noticia. Textual, el WhatsApp de Roberto González, decía: “Queridos amigos todos: me acaban de avisar que falleció nuestro querido camarada y amigo Osvaldo, lo internaron hoy, creo que la operación fue a las 9 pm para destapar tres arterias del corazón y no aguantó…”
Sentí dolor por la pérdida del compañero y se me escapó un lagrimón. Con Patricia seguíamos desde hace años la pelea por la vida que libraba Osvaldo Caldú, y de tanto en tanto nos asomábamos por El Asado Argentino, en Insurgentes Sur, para charlar un rato con él. Era un gran conversador y nos unían algunas complicidades. El 7 de enero le envié un mensaje para pasar a verlo; me respondió cuatro días después anunciándome su operación el día 14. Su partida y el texto de Villoro provocaron estas líneas a la manera de un testigo.
En El sentido de la historia, Villoro responde a la pregunta “¿Historia para qué?”, y en un primer acercamiento dice que es para conocer nuestra situación presente: “Remitirnos a un pasado dota al presente de una razón de existir”. En esa variable, la historia cumple una función: la de comprender el presente. La historia nace de un intento por comprender y explicar el presente acudiendo a los antecedentes que se presentan como sus condiciones necesarias. También puede verse como un intento de comprender el pasado desde el presente. Siguiendo con Villoro y a la manera de Benedetto Croce, esa relación pasado-presente tiene, a los efectos de este texto, un motivo práctico, particular: despedir al camarada Osvaldo, al compañero, al amigo.
Dice Villoro que “las situaciones que nos llevan a hacer historia rebasan al individuo, plantean necesidades sociales, colectivas, en las que participa un grupo, una clase, una nación, una colectividad”. Una comunidad. “Las historias nacionales ‘oficiales’ suelen colaborar a mantener el sistema de poder establecido y manejarse como instrumentos ideológicos que justifican la estructura de dominación imperante”. Pero siempre hay minorías y hombres concretos que ponen en cuestión la “historia oficial” y se niegan a obedecer al poder instituido y buscan cambiarlo; que desmitifican el “absolutismo” oficial y expresan un pensamiento crítico, de liberación colectiva (o nacional). Que desacreditan la ideología dominante en una sociedad dada y buscan cambiar de raíz las estructuras de la dominación. Ésa es la historia de los movimientos libertarios.
Villoro da una segunda respuesta a la pregunta “¿Para qué la historia?” Dice: “Para comprender”. En ese sentido la historia puede ser también crítica: “Se convierte en pensamiento disruptivo”. Un pensamiento de ruptura y de cambio. Y eso nos lleva a su vez a otras dos preguntas: la condición humana y su sentido. Ambas preguntas se enlazan. “El interés en explicar nuestro presente expresa justamente una voluntad de encontrar a la vida actual un sentido”, escribe Villoro. Pero la historia, repetimos, lleva a comprender lo que relaciona, lo que pone en contacto a los hombres, haciendo que trasciendan su aislamiento. Responde a la necesidad que tenemos de prestar significado a nuestra vida personal al ponerla en relación con la comunidad de los otros hombres.
Y en ese trascender, cada vida adquiere un nuevo sentido. De nuevo Villoro: “La historia ofrece a cada individuo la posibilidad de trascender su vida personal en la vida de un grupo. Al hacerlo, le otorga un sentido y, a la vez, le ofrece una forma de perdurar en la comunidad que lo trasciende: la historia es también una lucha contra el olvido, forma extrema de la muerte”.
De allí, también, la necesidad de dejar este testimonio, esta señal, sobre Osvaldo Caldú, hombre racional, de espíritu libertario, oriundo de Buenos Aires, Argentina, hijo de refugiados españoles, herrero de oficio, cocinero, gran conversador, de humor tupamaro, quien en los años setentas, a sus 22 abriles −cuando la revolución parecía estar a la vuelta de la esquina−, integró las “juventudes guevaristas”, rama juvenil del grupo guerrillero Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Capturado en 1975, fue objeto de un simulacro de fusilamiento y encerrado en el “pabellón 5” (el de los prisioneros “irrecuperables”) del Instituto Correccional Modelo U1 Dr. César Tabares (más conocido como cárcel de Coronda), donde en virtud de las sanciones vivió periodos de aislamiento total; pese a lo cual −como le dijo en una entrevista a Luis Hernández en ‘Cruce de palabras’, de Telesur−, como tantos otros compañeros de la resistencia en el centro carcelario, salió “intelectualizado a reja”. Excarcelado, vivió primero refugiado en España y luego se avecindó en México, donde como José Gaos, se sintió “empatriado”, echó raíces y vivió para contarlo.
A la manera de un testigo, pues, partimos del presente: el deceso de Osvaldo Caldú, y de la mano de Villoro nos remitimos al pasado de este entrañable camarada para encontrar la razón de su existir: Osvaldo peleó toda su vida contra la “historia” oficial; contra la ideología y las injustas estructuras de dominación en su país y en el mundo. Aquí, en México, dio un nuevo sentido a su vida y trascendió −entre otros factores como el culinario−, por su lucha por recuperar la memoria histórica de los condenados de la tierra.
Compartimos historias de entreveros y otras yerbas. Y muchos amigos. Pero no pudimos despedirnos; por eso, ahora, le digo ¡hasta siempre compañero!