Las críticas a la 4T se dividen entre los que esperan más de ella y los que quieren ponerle un freno. Éstos últimos, han sido llamados “conservadores” por su miedo al cambio social, a la incertidumbre y ambigüedad que trae consigo, y hasta por la exhibición impúdica que hacen en medios de su propia clausura cognitiva, es decir, a que no están en condiciones de ver o pensar distinto de lo que creían que era el país.
A pesar de que es un experimento sobre nuestra atención visual, los “conservadores” me recuerdan aquella prueba que hicieron los sicólogos Christopher Chabris y Daniel Simmons en Harvard hace más de una década. Consiste en pedirle a los voluntarios que cuenten los pases de un equipo de basquetbol durante un minuto. Mientras suceden, una persona disfrazada de gorila transita, se detiene, se golpea el pecho y, tras nueve segundos, sale de la escena. La mitad de los voluntarios nunca ven al gorila porque su atención se consumió en contar los pases. La sorpresa cuando les transmiten por segunda vez el video es monumental. Escriben los científicos: “Las personas, cuando dedican su atención a un área o aspecto particular, tienden a no advertir objetos no esperados, aun cuando éstos sean prominentes, potencialmente importantes y aparezcan justo allí donde están mirando”. Creo que no sería exagerado aplicar esa ceguera de atención al caso de las creencias, a la forma en que nos representamos nuestro presente vía, no sólo la atención, sino mediante la memoria y el razonamiento. “¿En qué país viviste?”, es una reacción habitual ante quienes ven ahora y no antes los problemas nacionales.
Pero, más que el gorila invisible, me interesan los pases del balón. La mentalidad conservadora no necesariamente es abanderada por el interés propio como puramente instrumental; es decir, no la sostienen sólo quienes han perdido privilegios. También los imitan quienes habían creído, por ejemplo, que el empeño y la voluntad estaban detrás de la movilidad hacia arriba y que, ahora, sienten como “competencia desleal” la existencia de los programas sociales. Nadie les ha tocado su situación económica, aunque la 4T sí les ha mostrado que los admirados multimillonarios lo son por sus relaciones dentro de la élite y no por sus talentos y esfuerzos. Están, también, los conservadores que creían que las instituciones, por principio, eran necesarias y que las jerarquías eran naturales. Los institutos autónomos, como el INE o el IFAI, los académicos de la élite universitaria, los expertos neoliberales, los medios corporativos siguen sorprendidos de que se les cuestione de forma pública. La plebe se atreve ahora a objetarlos sin miramientos por sus títulos, apellidos compuestos, jerarquías geográficas, sociales, de pigmentación, de género. Una tercera creencia es la que demanda acciones de fuerza contra la criminalidad y de igual modo contra cualquier conducta que contraviene creencias personales, como golpear a dos mujeres que se besan en un parque. Estos tres aspectos –la resistencia a la igualdad; la aprobación hacia autoridades sin importar si en el pasado fueron corruptas, negligentes o francamente criminales; y el uso de la fuerza– nos hacen desesperarnos con quienes los sostienen sin ninguna razón instrumental, sólo por imitación de sus superiores en la familia o el trabajo y la convención tranquilizadora del pasado.
“¿Qué piensan los que son como yo?” es una pregunta que no se cuestiona si el “son como yo” es una aspiración que sólo podría realizarse por compartir una idea. Pensar que la igualdad está mal, que las jerarquías son naturales y que el uso de la fuerza está siempre justificado, no beneficia a la mayoría de los que defienden estas ideas, salvo por la creencia de que así serán más “como nosotros”. Hay, pues, un componente de identidad aspiracional en el conservadurismo que no guarda ninguna relación con si te beneficia o perjudica el cambio social. Es casi como la intolerancia a la ambigüedad, estudiada desde Theodor Adorno hasta Slavoj Zizek, es decir, que la percepción de que las cosas ya no son como solían ser lleva a algunos a cerrarse a la nueva situación donde ya nada les parece blanco o negro, limpio o impuro, prometido o incumplido. Esa intolerancia lleva a la necesidad de tener una creencia injustificada, que la realidad desmiente, para aminorar la ansiedad y el miedo al presente. A eso se le llama “cierre cognitivo” y está en el fondo de los estereotipos, los sesgos que confunden a la parte con el todo, y el negarse a aceptar información que desmienta la forma en que veías el mundo. Volviendo a nuestro gorila invisible, es como si, en la segunda proyección del video, alguien dijera que está trucado para hacerlo sentir mal y una parte se llamara a la ofensa porque los han engañado.
“Yo soy como los que piensan como yo” no es lo mismo que “seré como ellos si pienso igual”, pero parece ser lo que impulsa a una parte no afectada por el cambio de la 4T. Es una creencia de que existen personas más valiosas que otras y que no existe un problema en las oportunidades desiguales que unos y otros reciban, aunque el que la sostenga sea de los afectados por esa “naturaleza” de las cosas. El creyente en el antiguo régimen está, por supuesto, en su derecho de opinar lo que quiera, pero es una mala creencia, en la definición que hace Neil Levy: “Es mala porque es injustificable con base en la información disponible para el que la sostiene”. Decir que “todo es un desastre” habría que escucharlo sólo como una manifestación de ansiedad y miedo por el cambio en las coordenadas del reconocimiento social. Sería como el otro gorila, el Tifón que pintó Gustav Klimt en el Friso de Beethoven: es temible pero sabemos que yace bajo una montaña.