La más alta tecnología de la comunicación es correa de transmisión del oscurantismo. Muchos medios masivos de información, redes sociales, plataformas digitales y programas de entretenimiento difunden ideas mágicas, que no tienen sustento en datos comprobados y sus receptores las diseminan sin tamizarlas.
La película Don’t look up ( No mires arriba) es un acercamiento hiperbólico a la cultura de la banalización que predomina en Estados Unidos. El tono exagerado del filme sobre las conciencias adormiladas es una crítica demoledora al pensamiento idiota. Es necesario recordar la etimología del término. Proviene del griego y hacía referencia a una persona que no se interesaba por los asuntos públicos y solamente se preocupaba por sí mismo. Alguien así es incapaz de comprender que no vive solitario en una isla, sino en un entramado social en el que afecta a otros y es afectado por las acciones de los demás.
La prevalencia cultural de lo superfluo, la necesidad imperiosa de que si no es divertido entonces carece de interés, ya había sido puesta bajo la lupa por Neil Postman en un libro publicado en 1985: Amusing Ourselves to Death: Public Discourse in the Age of Show Business ( Divirtiéndonos hasta la muerte: el discurso público en la era del entretenimiento). En otra obra, Technopoly: The Surrender of Culture to Technology ( La rendición de la cultura ante la tecnología, 1993), Postman argumentó en favor de analizar detenidamente la lógica de la inmediatez tecnológica y sus efectos en las formas de aprendizaje y socialización de los nuevos ciudadanos. Fue discípulo de Marshall McLuhan, murió en 2003, y advirtió certeramente sobre que la búsqueda frenética de la diversión, y casi exclusivamente de ella, estaba transformando a la sociedad en consumidores de cultura chatarra.
La sombra de la banalización (el predominio de lo intrascendente o el conspiracionismo) en la cultura estadunidense alcanza niveles que son ridiculizados en la película, cuyos actores y actrices representaron sus papeles, me parece, llevándolos al extremo sarcástico. El inminente Apocalipsis es tomado a chunga por el mainstream estadunidense, que prefiere confiar en un zar que promete milagros tecnológicos, en lugar de poner en práctica soluciones sustentadas en análisis científicos. Para elaborar la parábola cinematográfica “el director Adam McKay utiliza el impacto de un cometa contra la Tierra como metáfora de lo cerca que estamos de acabar con el planeta en que vivimos y lo poco que hacemos para frenarlo. Políticos ineptos, medios de comunicación donde obvian la cruda realidad, ciudadanos negacionistas... Todo lo que aparece en la cinta tiene su base en la vida real y, según la visión de McKay, vamos hacia un trágico desenlace: estamos condenados a morir” (https://bit.ly/31NzljR). Sí, condenados a morir, pero, agrego, el asunto que subraya la película es la forma en que gustosamente, encantados por abundantes neoflautistas de Hamelín, los embaucados marchan hacia el precipicio.
Con matices, pero por todas partes crece la cultura de la banalización, el afán de trivializar todo, la disposición a consumir/difundir charlatanerías que compiten por likes. Considero que por aquí y por allá existen charlatanes que saben que lo son, es decir, no creen lo que diseminan, pero por los beneficios que les dejan son propagandistas de ideas/productos que solamente engordan su ego y/o negocios. Pero también abundan los charlatanes ingenuos, o sea quienes de buena fe dan crédito a propuestas carentes de bases sólidas y las replican frenéticamente. Toman retacerías de información y con los cachitos arman explicaciones que consideran contundentes e irrefutables.
En la cultura de la banalización no importa la inminencia del Apocalipsis, sino quién o quiénes van a patrocinar su transmisión y hacerlo de la forma más divertida posible para la audiencia. Los gurúes de hacer todo consumible y entretenido saben bien de la fugacidad de los llamados trending topics y, por tanto, elaboran contenidos que en pocos minutos presenten mensajes atrayentes a potenciales consumidores. Es en este sentido que Neil Postman visualizó lo que llamó technopoly, la supremacía de la tecnología que trunca procesos e impone una lógica en la vida cotidiana que coloca lo insustancial en el centro y arrincona formas de aprendizaje que son más graduales y comunitarias.
La trivialización exacerbada que presenta en su película Adam McKay tiene su expresión más acabada en Estados Unidos. Es donde más se ha desarrollado, por lo cual es el habitus a examinar para comprender su génesis, desarrollo y repercusiones para la sociedad global. Sin embargo, la cultura de la banalización crece por todos lados. No son ajenos a ella espacios y personajes políticos y religiosos que, supuestamente, irían a contracorriente de la lógica del show business: incesante búsqueda de clientela y consumidores acríticos.