Era demasiado oscura la noche del martes 21 de febrero de 1673; a las nueve, la multitud tuvo que iluminar con antorchas en las manos las calles de París
Casi no hablaban entre ellos. El único ruido constante era el rumor de pasos de aquel gentío en su inusual cortejo camino al cementerio. Un ataúd con el escudo del gremio de los tapiceros era la punta de flecha de la muchedumbre.
El arzobispo se había negado a darle sepultura religiosa a Molière, pero ante la intervención del rey Luis XIV accedió con una condición: el entierro debería hacerse sin ninguna pompa, sólo con dos sacerdotes, de noche, sin que se le hiciera “ningún funeral”, en la parroquia de Saint-Eustache ni en ningún otro lugar.
Y así fue, aunque mientras descendía el ataúd a la fosa muchos se santiguaron mascullando algunos rezos y, otros más, cuando los sacerdotes se marcharon, lanzaron aspersiones sobre la tierra suelta o dejaron sobre el promontorio algunas flores.
Cuatro días habían pasado desde la última actuación de Molière en el escenario, representando el personaje principal de su obra El enfermo imaginario, cuando en la escena de los juramentos médicos sufrió uno de sus cada vez más frecuentes desvanecimientos y un ataque de tos severa a causa de la tuberculosis. Al terminar la función su estado de salud empeoró y entre espasmos de dolor y vómitos de sangre murió poco después el padre de la comedia francesa y uno de los más grandes escritores de todos los tiempos.
En la época en la que actuar significaba engolar la voz y desplazarse con pomposidad –algo que al parecer el teatro francés no ha dejado del todo– Molière apostó por la voz natural y por hacer del texto el centro de sus puestas en escena.
Para él la palabra era la fuerza motriz de sus obras. Por eso, su teatro visto o leído es como fuerza de la naturaleza.
Esos elementos bastaron para que Molière sacudiera a la sociedad de su tiempo a través de la risa. La farsa y la comedia se convirtieron en el instrumento de su crítica. Satirizó por igual a personajes del poder político y religioso, a los médicos mediocres que nunca faltan (jamás se ve a alguno quejándose por la mala atención del médico que lo mató), a los avariciosos, a los nuevos ricos como Monsieur Jourdain, el gran mamamouchi, que se afana en “parecer” y se convierte en un retrato de la ambición idiota que se maquilla con todo aquello que lo delata como apócrifo.
Igual fustigó, ridiculizándolos, a las preciosas en sus chismorreos, a la crème de la crème pomposa y afectada, grandilocuente y vacía. También pasó revista a los galanes seductores, a la educación absurda que recibían las mujeres, a la idea de la femineidad y el “natural” sometimiento al hombre.
Su genio, su permanencia entre nosotros, se debe a que retrató escenas de la vida cotidiana para ridiculizarlas. Para él, el deber de la comedia era “corregir a los hombres divirtiéndolos. He creído que en mi oficio no podía hacer nada mejor que atacar por medio del ridículo los vicios de mi siglo”, que son, hay que decirlo, los vicios de los siglos de todos los tiempos. Más aún: Molière sabe que los vicios, cuando están de moda, pueden convertirse en una virtud y que el único respetable, porque nadie se atreve a criticarlo, es el de la hipocresía que “ofrece ventajas admirables. Es un arte cuya impostura se respeta siempre, y aunque se descubra, nadie se atreve a criticarla. Todos los otros vicios están expuestos a la censura… pero la hipocresía es un vicio privilegiado”. De ello ha dado cuenta la clase política de entonces y de ahora.
Además de tocar tierra con la gente real y sus flaquezas a la hora de escribir, el éxito de sus obras se debió a que las pensó “a partir de las imposiciones de la escena, de la aprobación del publico”, escribe Georges Forestier en la biografía de Moliere publicada por La Plèiade.
A diferencia de tantos autores, más que importarle la solipsista crítica erudita, le interesó el juicio feroz que da el público con el aplauso estruendoso, la carcajada aprobatoria o el jitomatazo.
El 15 de enero se cumplen 400 años del natalicio de Molière. Francia ya lo celebra con representaciones teatrales, conferencias y actos que se multiplicarán en Gran Bretaña, Bélgica, Italia, Estados Unidos y esperemos que también en México, porque es un autor francés que nos pertenece a todos. Nos enseñó, como pocos, que la sátira y la comedia son espejos públicos que nos pueden ayudar a vivir mejor mientras nos reímos de los otros y de nosotros mismos.