Al parecer, hoy, un libro tiene fama antes de ser leído. Por ejemplo, en estos días, se habla mucho en los medios de comunicación de la nueva novela de Michel Houellebecq, y esto tuvo comienzo antes de que el libro fuese publicado. Esta estrategia, organizada por editores y distribuidores, tiene como meta provocar las ventas sometiendo al público a un matraqueo publicitario intensivo, tal como se lanzaría una nueva bebida antes de que nadie hubiese tenido la ocasión de probar una gota de ella. Tales son las reglas del mercado comercial. Se trata, así, en primer lugar, de poner en marcha la publicidad a fin de vender lo más posible el objeto en cuestión. Forzoso es reconocer que lo antes llamado literatura ha caído bajo los métodos y los preceptos de esta ley. En el universo del consumo, debe consumirse, poco importa si el producto es comestible o indigesto.
Dicho esto, sin ningún prejuicio favorable o desfavorable, abramos el espeso volumen –más de 700 páginas– de esta novela que tiene por título la palabra Anéantir ( Aniquilar). Desde las primeras páginas, la idea de la muerte se impone y el lector comienza a preguntarse si el título no indicaba una dirección deliberadamente escogida para advertirle que no debía esperar regocijarse en forma alguna.
Las primeras páginas, bastante pesadas por el número de siglas y tecnicismos de la informática, sin contar los anglicismos obligados, dejan entrever el universo de los servicios secretos. Pero su labor ya no es la de los espías de Le Carré o de Conrad. Los personajes de Houellebecq se mueven, o más bien no se mueven, en los espacios cerrados de sus oficinas, donde se ocupan, ni más ni menos, de tratar de descodificar los grafitis garabateados en las paredes del Metro o de un edificio. Igualmente, intentan comprender de qué métodos se sirven los creadores de mensajes vía Internet, los cuales tienen una apariencia total de realidad, más allá de cualquier truco virtual, pues aparece, por ejemplo, la imagen del ministro de Finanzas en una escena donde es decapitado.
Al fin, decenas de páginas después, aparece el protagonista, un tal Paul Raison, cuyo trabajo consiste en ser confidente del ministro “decapitado”. La soledad de los dos hombres es compartida. Ambos tienen problemas conyugales y, como casi todos los personajes de las novelas de Houellebecq, ninguna vida amorosa o una vida sexual deleznable. Durante cientos de páginas, se presentará la familia del Paul, un hermano que terminará suicidándose, una hermana mística y católica, un padre parapléjico con un pasado en los servicios secretos.
Al fin, la novela se anima durante una cincuentena de páginas, salpicadas aquí y allá, con la campaña electoral por la presidencia de Francia en 2027. Como en otros de sus libros, el autor da un buen salto al futuro que imagina siniestro. El presidente ha sido electo dos mandatos y lanza como candidato a un pelele proveniente de la televisión más vulgar. Se esbozan figuras de publicistas, de las coach del candidato como de Bruno, el ministro de finanzas así preparado para contribuir a las elecciones. Figuras más bien tan grotescas como acartonadas. Desde luego, un buen atentado terrorista, con una centena de muertos, da el triunfo al candidato del presidente saliente.
Mientras tanto, Paul se reconcilia con su mujer, quien frecuenta una secta donde se adoran los principios femenino y masculino, y se cree en la rencarnación. Pero los momentos de dicha, en el universo Houellebecq, son tan breves como efímeros. Paul atrapa un buen cáncer en el maxilar y la lengua. A pesar de los mejores médicos, a su servicio gracias a la intervención del amigo ministro, Paul rechaza la cirugía limitándose a la quimio y radioterapia, condenándose a la muerte en uno o dos meses. Larga y extenuante descripción del tratamiento y del cáncer, dos temas trillados hasta el cansancio en la llamada literatura.
Aniquilar es, en suma, un buen ejemplo de aniquilación literaria.