Originario de los viejos barrios saltillenses. Hijo único. Engendrado por una madre “que sabía latín”. Criado por una abuela decimonónica y por dos o tres tías que, progresivamente, se iban transformando en abuelas (las reciclables, a las que frecuentemente hago referencia). Dinastía que surge cuando la matriarca original se veía obligada a su inevitable fade out del escenario saltillense, es decir, cuando entregaba su alma al creador. De inmediato, su rango, capacidad de decisión y poder absoluto para hacerla cumplir lo que decidía, pasaban automáticamente, a la de mayor edad dentro de sus descendientes. Tal procedimiento se repetía cada vez que la titular en turno se veía en la necesidad de pedir “sus siete días” (expresión del argot teatral que se refiere al tiempo mínimo al que está obligado un actor o actriz, a informar a la empresa para la que está trabajando, su deseo o necesidad de abandonar el rol que desempeña en una obra, a fin de que aquélla pueda encontrar un apropiado remplazo). Cada abuela suplente cumplía a cabalidad su papel, respetando en todo lo posible usos y costumbres, pero adicionando su “estilo personal” de gobernabuelear. Este singular remplazo en los mandos familiares (sin necesidad de convocar a encuesta alguna) ocasionó, sin embargo, situaciones especiales, por ejemplo: hubo etapas en que conté con dos abuelas maternas al mismo tiempo, aunque lo realmente curioso fue cuando la abuela cabús de mi ferrocarril familiar (en Inglaterra el caboose es el último vagón de un tren de carga) pertenecía a una camada de tres o cuatro generaciones posteriores a la originaria, razón por la cual mi última abuela, resultaba como unos 12 años menor que yo. No da el tiempo, ni menos el espacio, para el muy trillado (a veces espléndido y otras, ridículo relato, de la historia de familia) pero, no se alegren, ya vendrá más adelante.
Por ahora, sólo trato de explicarme por qué la educación, no simplemente heredada sino troquelada, dentro del ámbito familiar y remachada durante casi 10 años en los dos colegios privados y militantemente confesionales, se me esfumó el año pasado y que debo atenciones y deferencias que a estas alturas del partido significan mucho para mí. Me refiero obviamente a quienes se avientan el tiro semanal de chutarse la columneta y aun llegan al gesto amistoso de escribirme y darme sus puntos de vista, solidarios o encontrados pero que ambos me han significado una dosis invaluable de estímulo, hoy como nunca imprescindible. Ahora, en mi obligado enclaustramiento covidiano releí muchos y el efecto que me causaron superó con creces los medicamentos y, por supuesto, todos lo menjurjes, pócimas y brebajes que inevitablemente me recetaban todas las señoras cuando se enteraban que mi vocación por las masas me había llevado, finalmente, a militar en las filas pandémicas.
En esos días me propuse tratar de enmendar mi barraganería, mi ordinariez y le solicité a la maestra Blanca Ponce bucear en mi correspondencia e imprimir los mensajes que no hubiera contestado en su debido tiempo. Poco a poco, a partir de hoy, procuraré resarcir mi falta o me convertiré en un mogrollo saltillense, lo cual sería una pena tanto para mis abuelas como para las monjitas del Colegio Antonio Plancarte.
Pues voy a empezar mi rosario de disculpas con un tema en el que coincidieron tres personas de toda mi consideración. Se trata de un gaffe imperdonable porque no fue por ignorancia sino por descuido: escribí el nombre de Efraín González Morfín en el lugar que correspondía a su padre: Efraín González Luna. No tengo excusa más allá del desgaire ya confesado en que incurrí. No conocí en persona a don Efraín padre, pero recuerdo sus fotografías y sigo convencido de que mi opinión de entonces era acertada: Su efigie era tan severa, que nadie se lo imaginaba sonriendo ni aunque hubiera ganado la elección. A cambio de todo esto, no hubo nadie que se atreviera a poner en duda su honorabilidad, decencia y fidelidad a las convicciones que marcaron siempre su vida personal y pública. Lástima que su partido ya no exista y, quienes detentan su franquicia, ni siquiera conozcan su estirpe. La próxima semana me referiré al otro Efraín González, hijo de quien hoy hemos hablado y único panista por el que, en mi vida, hubiera sufragado, de no haberse atravesado –salvadoramente– la candidatura de uno de los jóvenes que conquistaron la autonomía universitaria. Junto a Alejandro Gómez Arias, Mauricio Magdaleno, Salvador Azuela, Andrés Henestrosa, estaba un joven brioso, aventado y muy eficaz orador: Adolfo López Mateos, quien ganó de calle esa elección y de quien platicaremos sabrosas anécdotas más adelante. Por hoy sólo resta decir que quienes me hicieron entrar en razón sobre mis crasos errores fueron, en plena madrugada del lunes, Humberto –diccionarios– Musacchio, quien me increpó: “si no lees mi obra, seguirás cometiendo yerros”. El maestro, de todo mi aprecio y reconocimiento, Bernardo Bátiz, con la sobriedad que le es propia, se concretó a mostrarme mi equívoco y don Óscar González (Luna) Gari, tuvo la amabilidad de remitirme una síntesis genealógica de la familia González Luna, que no deja duda de mi confusión.
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