Incluidos municipios-muladares como Naucalpan, este manicómico planeta sí resultó un “valle de lágrimas”. No tanto por la naturaleza de las cosas como por la imposición de unos cuantos y la disposición de la mayoría, por mandato de esos cuantos y debilidad de esas mayorías a creer y obedecer lo que aquellos ordenan, no en términos de racionalidad, de respeto a una dignidad y posibilidades de desarrollarla, sino en función del ejercicio torpe del poder y su permanencia, por un lado, y la falta de conciencia y de herramientas en los obedientes, por otro.
Si bien desde sus comienzos la humanidad lleva mandando y obedeciendo, con los resultados por todos padecidos, durante los recientes cien años los pobladores dizque racionales de la Tierra han estado sometidos a brutales pruebas de violencia, obediencia y resistencia en siniestros laboratorios con fachada de pandemias, conquistas, guerras, invasiones, notables avances científicos y tecnológicos con propósitos comerciales antes que sociales, más la considerable confusión de ideas y rumbos hasta llegar al incierto estado actual de cosas.
En ese periodo, una muy deficiente formación -incluso para desplegar instintos y sentimientos innatos nobles- y una manipulada y tenaz información, han reforzado la inclinación de la gente a creer y a obedecer, no como seres poseedores de una conciencia y un pensamiento propios, sino como autómatas repetidores de comportamientos ancestrales, al tiempo que continúan cayendo en las redes de un condicionado desarrollo acorde con los intereses y propósitos de los que ordenando desordenan.
¿Cómo resistir y contrarrestar tantas limitaciones en apariencia inalterables? En plena pandemia, ¿hay posibilidades de revertir condenas de descarados demonios y amenazas de prestigiadas divinidades? Las hay. De entrada, olvidándonos de confundir costumbres con bienestar, desde lo que ordenan libros sagrados pasando por lo que decidieron antepasados con sus valores, creencias y hábitos, hasta nuestra urgente conveniencia de relativizarlo todo, partiendo de que en este plano nada es absoluto.
Relativizar no es relativismo y menos irresponsabilidad, sino obligación de atenuar efectos e importancia de lo que se nos dice que es trascendente o serio. No se pretende negar los hechos, sí de darles otro valor, porque hoy la realidad demanda mejores criterios para resistir renovados ataques.