Azalea y Clementina, dependientas en la tienda de calzado ortopédico, acodadas en el mostrador, miran hacia la calle. Entre los pocos automóviles que circulan avanza el camión de la basura, repleto de bolsas de plástico negro, empaques de pantallas y juguetes electrónicos.
Azalea: –No me has dicho qué les trajeron los Santos Reyes a tus hijos.
Clementina: –Todavía nada. Hasta el domingo les traen. El sábado nos pagan.
Azalea: –Ay, pero lo bonito es recibir los juguetes la noche del 5. Cuando uno es niño, le hace mucha ilusión levantarse en la madrugada a ver los regalos y luego salir a presumirlos entre los amigos.
Clementina: –Pues sí, pero ¡ni modo! La cena del día último me dejó seca, y eso que cociné menos que otros años, porque todo está carísimo.
Azalea: –¿Qué hiciste?
Clementina: –Romeritos nada más con papas, unas tilapias al chipotle, arroz y ¡párale de contar!
Azalea: –A mí pueden envenenarme con romeritos: me encantan.
Clementina: –Me lo hubieras dicho antes para traerte, porque hice bastantes. No quise que me pasara lo que el año pasado: compré dos kilos de romeritos, pero como al hervirse se consumen bastante, a todos nos tocó bien poquito. Mi cuñado dijo que más que cena parecía botaneada. Nacho, que entonces todavía estaba viviendo en la casa, me hizo un escándalo porque su familia iba a pensar que éramos unos miserables muertos de hambre.
Azalea: –Yo este año no preparé cena. Preferí guardar el dinero para que los Reyes les trajeran juguetes a mis hijos.
Clementina: –Me dijiste que este año le tocaba a Emigdio comprar los regalos.
Azalea: –Eso me prometió, pero ¡nada! Con decirte que ni siquiera fue para ir a darles un abrazo a sus hijos. Él ya sólo tiene ojos para la chamaquita que acaba de tener con Lulú.
II
Clementina: –Entonces, conoces a la vieja.
Azalea: –La conocí un domingo que fui a comprar la barbacoa y la encontré atendiendo el puesto en lugar de su hermano. Mientras me despachaba, platicamos. Me cayó muy bien y me pareció bastante guapa. Se lo dije a Emigdio, pero él no comentó nada. Una mañana que estaba yo bien atrasada con el quehacer él se ofreció a ir por la barbacoa. Después siguió yendo, dizque para ayudarme y también porque yo no sabía escoger bien la espaldilla. Creo que él sí, la espaldilla y todo lo demás... Pero esa ya es harina de otro costal. ¡Allá ellos! Por mí, ojalá que sean muy felices. A ver, cuéntame, ¿qué vas a comprarles a tus hijos por Reyes?
Clementina: –Lo que se pueda. Dimitri quería una consola de videojuegos y Jahir unos patines eléctricos, pero no puedo: están carísimos. Mi vecina me dijo que en el mercado de Las Torres había encontrado juguetes muy baratos. Su hijo le pidió una PlayStation. Ella la había visto en mil 200 y en el tianguis la encontró en 300, pero no es nueva.
Azalea: –No, pero de todos modos es una diferencia grandísima. De veras que en las tiendas ¡se pasan! (Ve entrar a la primera clienta del día y enseguida adopta una actitud profesional.) ¿En qué podemos servirle?
III
(Clementina y Azalea conversan mientras se dirigen a la estación Bellas Artes del Metro.)
Clementina: –Ojalá que a mis hijos les gusten sus regalos. Pienso comprarles carritos de control remoto y, si me alcanza, el robot Buzz. ¡No me explico por qué les gusta tanto esa cosa!
Azalea: –Con lo que les vas a dar estarán felices, no te preocupes.
Clementina: –Es que me da tristeza que no vayan a recibir lo que esperaban y que además sean juguetes usados.
Azalea: –Eso no les importa a los chamacos. O a lo mejor lo digo porque de niña tuve que acostumbrarme a que todo nos llegara reciclado: como Remigia y yo éramos las más chicas de la familia, la ropa que mis primas ya no querían, nos la heredaban. Igual los juguetes. Para Reyes siempre recibíamos casas de muñecas destartaladas o juegos de té mochos.
Clementina: –Pero dices que no les importaba.
Azalea: --No, pero claro que mi hermana y yo soñábamos con recibir alguna vez una muñeca nueva, como las que íbamos a contemplar, a escondidas, a una juguetería en la calle de Uruguay. Después de que terminábamos la venta de las gelatinas o de lo que estuviéramos ofreciendo, nos íbamos derechito a esa tienda para ver el aparador lleno de muñecas. Entre todas había una que a Remigia le encantaba porque tenía caireles, sombrero con flores, un vestido muy amplio, guantes de encaje negro y un abanico.
Clementina: –Ha de haber estado preciosa.
Azalea: –Sí. Una vez que nos atrevimos a preguntarle a una dependienta cuánto costaba, nos respondió que muy cara por ser única y estar vestida como Madame de Pompadour. No olvido el nombrecito, pero ¡vete tú a saber quién haya sido esa señora!
Clementina: –¿De veras querían comprarla?
Azalea: –No. Lo que ganábamos era muy poco y teníamos que entregárselo a mi mamá. Nos conformábamos con ver a la muñeca y hacernos las ilusiones de que era nuestra.
Clementina (se detiene de golpe): –Imagínate que te la encuentras en el mercado de Las Torres, ya calva, tuerta, toda viejita, ¿qué harías?
Azalea: –¡Pues comprarla!
Clementina: –¿Crees que a tus hijos les gusten las muñecas?
Azalea: –Desde luego que no. La compraría para ponerla en la tumba de mi hermana. Era linda, alegre, aún la extraño. Cuando se puso enferma mi madre me dijo que no me preocupara, que Remigia iba a aliviarse muy pronto. Mi mamá, que siempre fue enemiga de falsedades, sólo aquella vez me mintió.