Sin contar con un derrotero claro para navegar en tiempos tormentosos, el mundo se prepara para zarpar. Más que certeza alguna en el rumbo a tomar, prevalece la conciencia de que sólo aceptando el azar es posible mantenerse a flote en la aventura global que nos depara este reino duro, inapelable, de la interdependencia.
Podemos o no tomar nota de verdades como ésta; lo que no podemos ni podremos es evadir sus impactos e implicaciones. Una vez que la nave planetaria deje atrás los cabos y haya levado las anclas, habrá de empezar una travesía cargada de incertidumbres. A diferencia de otros emprendimientos que “hicieron historia”, el que se avista está cargado de nubosidades e incertidumbres a la vez que de información, conocimientos, teorías y reflexiones. La pandemia ha desplegado una serie de desafíos que, a querer o no, son agenda obligada, itinerario implacable, del presente. De no asumirlos, las sociedades configuradas como Estados nacionales corren el peligro de quedarse al garete, pero no a salvo de las implicaciones que el cambio global tendrá sobre todos.
Autoexcluirse, con argumentos banales como creer tener algún tipo de originalidad genómica, ha sido una tentación, u obsesiva vocación según se le mire, de los grupos dirigentes y gobernantes. Haber sido omisos o indiferentes frente a las mutaciones varias que han llevado al mundo a su globalidad actual, ha obstaculizado o impedido que la adecuación a esas mutaciones fuera menos nociva de lo que ha sido. Esa falta de cuidado, esa incapacidad de ver más allá de la coyuntura, quizá sea lo que explique y esté en el fondo de los malos saldos que nuestra globalización, un tanto a mata caballo, ahora ofrece.
El deprimente panorama de nuestro de-sempeño económico, del que este miércoles se ocupó Luis Miguel González en E l Economista, habla de una decadencia precoz o prematura, de una economía nacional que no ha conocido un auge efectivo y con capacidad de durar. Ahora, las cuentas revelan un progresivo proceso de atraso y retraso, que nos ha llevado a declives lamentables en la liga mundial de crecimiento y desarrollo y a quedarnos atrás de los que hasta hace poco iban a nuestra zaga.
Del lugar 12 del hit parade del tamaño del PIB, México ha pasado al lugar 16 o 17; retroceso que debería ser considerado como una llamada, quizá la última, para que el gobierno, el capital y la empresa decididamente aborden el cambio de la estrategia seguida.
Lo más grave en esta feria de olvidos y presunciones ridículas por parte de las elites, en muchos casos autodesignadas, es que no ha habido la mínima interlocución reflexiva que dicho giro estratégico requiere. La preminencia del poder político sobre el económico, a partir de la cacareada separación mandatada por la Cuatro-T, no ha llevado a una redefinición de la economía mixta; menos a plantearse la gran tarea siempre pospuesta de modernizar al Estado, empezando por sus frágiles finanzas. Todo se resume en afirmaciones presidenciales y en intrigantes actos de “nuevas formas de fe” de los súper ricos, que acuden a las comidas en Palacio, pero no invierten más allá del mínimo mantenimiento para que su capital no se erosione.
Somos víctimas de una autocomplacencia suicida, de un autorregodeo destructivo. El cambio climático y sus directas y tangibles amenazas en curso, la manera injusta de reaccionar frente a la pandemia, por calificarla de alguna manera, son temas que deberían ser ya punto de partida para trazar otro rumbo; condiciones por sí mismas suficientes para decidirse por construir un desarrollo económico que, desde su arranque, fuese social por redistributivo y justiciero.
Tiene que haber más voluntad ilustrada y menos grandilocuencia. Más ánimo constructivo y pedagógico que busca consensos, menos regodeo con una hegemonía nada robusta que no garantiza seguridad o armonía para nadie, menos prosperidad compartida.
Mal año nos depara tanto triunfalismo autista.