La Comisión Nacional contra las Adicciones (Conadic) tiene registrados 266 centros privados de atención en todo el país, pero la realidad es que nadie sabe cuántas instituciones de este tipo existen. En la Ciudad de México, la Conadic reporta 24 clínicas, pero el gobierno capitalino asegura que existen 199; mientras que en Tamaulipas sólo hay una con registro oficial frente a los 50 enlistadas por las autoridades locales; es decir, que por cada centro con un mínimo de regulación podría haber medio centenar (o más) operando al borde de la clandestinidad.
La Jornada publica hoy un reportaje en el que se ofrece una mirada al infierno que viven quienes son internados en esos centros. En la mayoría de ellos, se realizan tratamientos carentes de cualquier sustento médico o científico, los cuales resultan contraproducentes y pueden equipararse a la tortura. Una vez que se ingresa, los internos son completamente incomunicados de sus familiares y de cualquier contacto exterior, y su estadía se convierte en un repertorio de violaciones a sus derechos humanos: maltratos, hacinamientos, golpes, humillaciones y violencia sexual son recurrentes allí.
Los testimonios recogidos por este diario coinciden en que la ausencia de políticas públicas y de supervisión gubernamental ha creado un terreno fértil para la proliferación de dichas “clínicas”: ante la falta de infraestructuras públicas, los familiares de personas aquejadas por alguna adicción o enfermedad mental se ven orillados a acudir a estos centros, donde son víctimas de engaños, manipulaciones y extorsiones. En muchos casos, puede hablarse incluso de secuestro, pues a los familiares se les niega verlos y se les impide retirarlos hasta que hayan pagado el tratamiento completo.
Sería erróneo suponer que esta situación afecta únicamente a los pacientes y su entorno inmediato. Por el contrario, se trata de una problemática con repercusiones en el conjunto de la sociedad: además de representar una incuantificable pérdida de talento y de capital humano, así como un incumplimiento en la garantía de derechos, la ausencia de opciones reales para el tratamiento de las adicciones alimenta el mercado de las sustancias ilícitas y deja a un número desconocido de personas a merced del crimen organizado. Esto es particularmente lamentable cuando se hacen esfuerzos oficiales para combatir el fenómeno criminal en sus causas y dejar atrás la estigmatización sobre los usuarios de drogas y quienes entran en la economía del narcotráfico movidos por la necesidad.
Para transitar de manera exitosa del paradigma policiaco en torno a las drogas a uno enfocado en la salud pública, es indispensable contar con instituciones, infraestructura y personal que atiendan a personas adictas en un ambiente de respeto a sus derechos humanos, con tratamientos fundados en las mejores prácticas médicas y sicológicas, y con métodos libres de cualquier forma de coerción. En tanto falten esas condiciones, los usuarios de estupefacientes y las personas de su entorno seguirán atrapadas entre las estructuras criminales y los no menos delictivos centros que lucran con la desesperación de quienes no saben cómo ayudar a sus seres queridos.