Una de las sorpresas más notables en la desangelada cartelera fílmica de este inicio de año, es La isla de Bergman (2021), séptimo largometraje de la realizadora francesa Mia Hansen-Love ( Edén, 2014; El porvenir, 2016), un relato semiautobiográfico en el que se combinan con imaginación y astucia elementos de ficción y de realismo para narrar los desencuentros profesionales y afectivos de una pareja de cineastas estadunidenses que viajan hasta la isla de Färo, al sureste de Suecia, en un peregrinaje artístico marcado por la admiración que ambos le profesan al director de cine Ingmar Bergman. Ningún cinéfilo familiarizado con la obra del autor de Gritos y susurros (1972), ignora que ese lugar emblemático fue durante casi medio siglo su residencia de trabajo y retiro espiritual, y también el escenario agreste de cintas como A través del espejo (1961) o Persona (1966). En ese sitio, convertido luego de la muerte de Bergman en un punto de encuentro obligado para sus seguidores o para turistas curiosos, con recorridos en autobús y visitas guiadas a la manera de un parque cultural temático, donde Tony (Tim Roth) y su compañera sentimental Chris (Vicky Krieps), habrán de descubrir las señales inquietantes de una crisis amorosa provocada por la rivalidad profesional, las sospechas de infidelidad y un malestar indefinible ligado misteriosamente a la propia isla y a los dramas que en ella llegaron a filmarse. Hay incluso en la cinta una alusión al lugar en el que Bergman filmó Escenas de un matrimonio (1973), “la película que provocó el divorcio de millones de parejas”. Una señal ominosa para los dos artistas estadunidenses en busca de una inspiración artística.
Cuando se conoce parte de la biografía de la directora Mia Hansen-Love, separada de su pareja sentimental y colega de largo tiempo, el cineasta francés Olivier Assayas, quien la dirigió en Los destinos sentimentales (2000), la posible transferencia de su experiencia personal a la personalidad, acciones y estados de ánimo de su protagonista Chris, se vuelve aún más sugerente, sobre todo cuando esta última planea filmar una película en la que habrán de intervenir dos personajes involucrados en una intensa relación amorosa, argumento que decide narrarle a Tony, su pareja. De ese modo, La isla de Bergman propone la ficción de Chris al interior del relato de Hansen-Love como un juego de espejos o de cajas chinas, donde también tienen cabida, de manera oblicua, temas y obsesiones del director de La hora del lobo (1968).
Lo notable es ver cómo esta construcción dramática, en apariencia laboriosa, fluye con sencillez y gracia en un relato que en todo momento evita las asperezas de los pleitos conyugales –una tentación que habría hecho de la cinta una ociosa parodia de los filmes de Bergman–, para ofrecer, en cambio, algunos toques de malicia e ironía, como la sorpresa de descubrir, en una escena, que algunos habitantes de la isla de Faro desconocen el gran calibre artístico de su antiguo conciudadano ilustre, algo que confiesan sin mayor empacho a la pareja de perplejos visitantes extranjeros. Otros comentarios de la gente del lugar aluden, en cambio, a la cuestionable reputación del cineasta en su vida íntima: hombre obsesionado con su trabajo, como lo muestra su producción prolífica, y displicente, cuando no omiso, con su familia siempre cambiante (casado en cinco ocasiones, divorciado cuatro veces, padre ausente de nueve hijos).
Sin ser el Tony que interpreta Tim Roth un patriarca polígamo semejante, sí aparece en la historia como un hombre de narcisismo taimado que de modo insensible alimenta las inseguridades profesionales de su esposa, ignorándola en sus afanes creativos o apabullándola con sus propios logros y su autosuficiencia. La vía de escape de la joven Chris frente a este diálogo de sordos en que se ha convertido su matrimonio es la fabulación romántica, ese guion cinematográfico en el que recrea la experiencia de otra pareja en donde la pasión, y no la morosidad o el hastío, sería la nota dominante. En las ficciones paralelas que escudriñan dos relaciones sentimentales divergentes, aunque en algunos puntos complementarias, la realizadora francesa consigue, a ma-nera de tributo, la novedosa fusión de dos vertientes del cine del maestro sueco: la tensión dramática de conflictos afectivos en apariencia irreparables, y la astuta ligereza y candor lúdico de las pocas comedias en que la versatilidad del director de Un verano con Mónica (1953) sorprendía por igual a sus detractores y a sus seguidores. Bergman por Mia Hansen-Love, una lectura artística inteligente.
La película se exhibe en Cineteca Nacional, Cinépolis, Cinemex, Cine Tonalá y Cinemanía.