Parte importante de la identidad de un lugar son sus sitios para comer y beber. El Centro Histórico de la Ciudad de México se ha caracterizado por albergar los de mayor tradición de la capital.
Aquí nacieron, en el siglo XIX –cuando era la Ciudad de México–, las cantinas y los restaurantes. Se dice que las primeras se establecieron en la época de la invasión estadunidense, en que la soldadesca yanqui extrañaba sus saloons con barra y estribo, sitios imperdibles en toda película del viejo oeste.
Por su parte, los segundos los trajeron los cocineros franceses que importó la aristocracia porfirista, muchos se independizaron y crearon los restaurantes que habrían de sustituir a las fondas y mesones en el gusto de los capitalinos riquillos. También hubo alemanes emprendedores, como el que fundó El Salón Luz.
Lamentablemente varios de esos establecimientos desaparecieron por la pandemia. Vamos a recordar algunos muy emblemáticos. La calle Gante, al igual que 15 de Septiembre, se abrieron en la segunda mitad del sigo XIX para mutilar el convento de San Francisco, tras la exclaustración de los bienes religiosos, uno de los efectos de las Leyes de Reforma.
En la esquina con Venustiano Carranza se construyó un precioso edificio afrancesado que albergó a la Compañía de Luz. Un empresario germano, con buen ojo, abrió un restaurante justo enfrente y lo nombró Salón Luz, que ofrecía platillos originarios de los países de Europa central, como milanesas, salchichas, carne cruda con pan de centeno, chuleta de cerdo, hamburguesa y su famosa sopa de la casa que revivía a un muerto. Hace unos años lo ampliaron y además de los gabinetes hicieron un salón para eventos. Tenía el encanto adicional de ofrecer cotidianamente música en vivo de salterio y una linda terraza en la calle. No pierdo la esperanza de que reabra.
Mismo anhelo que tengo para la Hostería de Santo Domingo, que presumía de ser el primer restaurante que se abrió en la ciudad decimonónica. Por años lo mantuvo como uno de los mejores el gentil Salvador Orozco. A su muerte continuaron las hijas. Su colorida decoración mexicana, el piano de cola con el violín –que amenizaban la comida– y sus célebres chiles en nogada que ofrecían todo el año le daban un lugar especial a la gastronomía de la zona.
Otra triste desaparición es la cantina La Vaquita, que se encontraba en los bajos de una preciosa casona del siglo XVIII, en la esquina de Isabel la Católica y Mesones; alguna vez platicamos que aquí tuvo su oficina don Julián, el padre del magnate Carlos Slim, y actualmente una parte la ocupa una de sus fundaciones. Tanto ésta como el Salón Luz y la Hostería de Santo Domingo son protagonistas en unos programas de Crónicas y relatos de México, que grabé en Canal 11 sobre restaurantes y cantinas de tradición; se pueden ver en YouTube.
Otra cantina que murió fue La India, que se ubicaba en República de El Salvador y Bolívar. Seguramente muchos clientes la extrañaron la pasada Navidad porque daba servicio los 24 de diciembre a las almas solitarias que no tenían dónde festejar la Nochebuena.
Se cuenta que un cliente habitual era el brillante escritor Eusebio Ruvalcaba, quien ya falleció, pero es muy querido y recordado por sus novelas Un hilito de sangre y Lo que tú necesitas es una bicicleta, entre otras. Su bebida era un whisky JB al que llamaba Johannes Brahms.
Otra antigua cantina que feneció es La Flor Asturiana, que ocupaba una esquina de Puente de Alvarado –hoy rebautizada como Calzada México-Tenochtitlan–, muy cerca del Museo de San Carlos.
Para paliar la nostalgia por estas tristes desapariciones vamos al querido Salón España, que sigue lleno de vida en su esquina de Argentina y Luis González Obregón. Ni más ni menos que en el mismo edificio del ilustre Colegio Nacional. Los amables dueños Martín y Ricardo Ascencio siempre están pendientes de que haya una esmerada atención. La botana es apetitosa y abundante y las tortas suculentas. Presumen una impresionante colección de distintas marcas de tequilas. Ya hemos comentado que es de las pocas cantinas que abre los domingos. Una buena escala en cualquier paseo dominical... sin bajar la guardia.