Una cosa a veces –inevitablemente– lleva a la otra. Ésta a su vez remite a la siguiente y la siguiente, a menudo, de vuelta a la anterior. Y así.
Leo, o releo por ratos, esta vez en francés, bueno, hasta donde uno alcanza... –la primera fue hace muchos años en polaco– a Georges Perec, el breve, pero densamente tejido tomito Je me souviens ( Me acuerdo), 1978, una colección de recuerdos aleatorios de la infancia y una crónica generacional de acontecimientos y artefactos culturales del periodo de la posguerra cuyas minientradas empiezan con el ritual “Me acuerdo...” y pienso en... Reinhart Koselleck (1923-2006).
Koselleck, el fundador de la “historia de los conceptos” ( Begriffsgeschichte), rompiendo con el positivismo histórico en un gesto barthesiano –uno inmediatamente piensa en El discurso de la historia, 1967–, insistía en que la propia historia “es un discurso” o “una forma del lenguaje” subrayando, entre otros, que “a una sociedad se le conoce no por su pasado, sino por la forma en como lo narra”.
Leo al mismo tiempo y del mismo modo –por ratos– a Koselleck, el igualmente, aunque por otras razones, denso tomo de ensayos: The practice of conceptual history: timing history, spacing concepts”, 2002, con una introducción de Hayden White que por allí trae a colación a Barthes (p. xiii), cuyas Mitologías, 1957, igual por el parecido gesto arqueológico respecto a los símbolos culturales de Francia (más el análisis) recordé leyendo a Perec y curiosamente no puedo dejar de pensar en la vida del propio Koselleck.
De repente, en pura clave “pereciana”, me empiezo a acordar...
Me acuerdo por ejemplo de que Koselleck, en 1945 un joven soldado de la Wehrmacht, al ser capturado por las fuerzas soviéticas en Chequia fue marchado hasta Auschwitz (Oświęcim) en Polonia liberada para desmantelar la fábrica de IG Farben en Buna-Monowitz (Auschwitz III), la misma donde, por ser químico, fue forzado a trabajar –y logró sobrevivir– Primo Levi (bit.ly/3qBGZ9l). Con las partes de esta, para su posterior rensamblaje, fue mandado luego al interior de la URSS (Kazajistán) donde pasó un año y cacho como prisionero de guerra.
Enzo Traverso apunta en un lugar ( Melancolía de izquierda, p. 62-63) como esta paradójica –al final se trataba de los nazis...– “visión de los vencidos” la que Koselleck reivindicó, conceptualizó y abrazó como un programa, le dio a su historia conceptual una suerte de “superioridad epistemológica”, poniéndola en la misma clave de, proveniente desde luego de una tradición muy otra, Walter Benjamin ( Sobre el concepto de historia, 1940).
Me acuerdo de que al regresar de la captividad Koselleck, atendió, organizado por el gobierno británico en marco de una campaña de “reeducación” y denazificación, curso que dio Eric Hobsbawm con quién Koselleck –como bien recuerda Richard J. Evans en su biografía: Eric Hobsbawm: A Life in History, 2019– se hizo cuate y hasta le dibujó una caricatura (bit.ly/3G1r36L). Años más tarde el propio Hobsbawm se ufanaba así: “¡Fui yo quien –a este pobre ex soldado de la Wehrmacht– le enseñó la democracia!” (p. 260).
Me acuerdo, finalmente, –ahora que por fin leí este texto– de que Koselleck que enfatizaba la importancia de los conceptos y su cambiante naturaleza para pensar en la historia apuntando a una suerte de “tensión” entre los hechos históricos y su transcripción lingüística –“los límites del lenguaje”–, llegó a abrazar los sueños al ver en una colección de ellos, una serie de reportes de ordinarios berlineses de las décadas de los 30/40, el mejor posible reflejo de la vida en el Tercer Reich: “más que cualquier fuente histórica” ( Afterword to Charlotte Beradt’s The Third Reich of Dreams, en: The Practice of Conceptual History..., p. 327-340).
Pero lo que más me acuerdo al final –moviéndose ya al campo teórico y en un afán de conectar con el presente: una cosa finalmente lleva a la otra... –es la insistencia de Koselleck en la importancia de la semántica–“un campo de batalla”– para “hacer la política, lograr cierta influencia social, ejercer algún poder político o para hacer la revolución” ( Para una historia de los conceptos: problemas teóricos y prácticos, 1992), un punto que se hace relevante hoy en tiempos en los que p.ej., como apunta Judith Butler, “hay una verdadera batalla semántica en torno a lo que calificamos como ‘violento’” ( The Force of Nonviolence, 2021, p. 12) o en los que, como apunta Jason Stanley, la extrema derecha libra verdaderas “guerras semánticas”, torciendo los conceptos y manipulando al lenguaje para ganar la batalla de ideas (bit.ly/3ECQfPH) e incluso instaura ya su retórica y sus narrativas, al menos en Estados Unidos, “en una nueva política fascista” (bit.ly/3mHzRXY).
A la vez en los tiempos en los que –un poco desde otro ángulo– el intensificado uso (y abuso) de las comparaciones históricas podría debilitar o hacer perder la eficacia semántica de ciertos conceptos, la lección de Koselleck –y de paso de Butler: recordemos su Excitable Speech, 1997– parece ser que hay que abrirse tanto a las continuidades, como las discontinuidades de los sentidos (algo que aplica también a la historia misma); a la estabilidad semántica, pero también a los momentos de ruptura. Nada aquí está dado. La memoria histórica –se antoja decir “me acuerdo...”– ayuda. Pero la propia memoria puede ser, y a menudo es, torcida como las palabras. Todo es un resultado de la lucha por los significados.