“Mistifico y dispongo del más preciado y del más sorprendente aparato mágico que jamás haya existido en el curso de la historia del mundo, entre las manos de un prestidigitador”
Georges Méliès
La mayoría de los cinéfilos del mundo saben perfectamente que el 28 de diciembre de 1895 los hermanos Lumière presentaron el cinematógrafo en París. Se sabe que los espectadores se deslumbraron, se intimidaron y hubo hasta temor y escenas de ligero espanto. Lo que no todos saben es que en ese primer grupo de personas estaba un mago, no cualquier prestidigitador, sino un hombre con un talento formidable para contar historias que había creado su presentación de títeres a los 16 años, dueño de la escena teatral y pronto del espectáculo del nuevo invento. Su nombre era Georges Méliès.
Primero la magia
Georges MéliÈs comenzó como mago, profesión que aprendió y desarrolló en Londres, donde sus padres lo enviaron para que olvidara cosas “ociosas”, como el dibujo y la pintura. Al regresar a Francia desestimó la herencia paterna para manufacturar zapatos exclusivos y adquirió el viejo teatro Jean Eugène Robert-Houdin, construido por éste, gran precursor del ilusionismo moderno. Como haría muchas veces, Méliès encontró en el polvo y los desechos del lugar, la posibilidad de transformarlo en un sitio de gran interés. De las viejas rutinas de magia y los cortinajes vetustos, extrajo brillo con nuevos actos y con una luz personal cuando se casó con Jeanne d’Alcy, chica que hacía de modelo en los actos de magia y se volvería la primera protagonista de sus cintas, muchas de ellas derivadas de los actos de ilusionismo de su teatro. Sería su segunda y última esposa.
Reinventando el invento
Méliès había hecho proyecciones de linterna mágica en su teatro, lo que le permitió maximizar los efectos que en ese aparato se reducían al desplazamiento de una placa metálica. También estuvo atento a invento, como el cronofotógrafo de Étienne-Jules Marey y el kinetoscopio de Edison. Antoine Lumière, padre de los hermanos creadores del cinefotógrafo, conocía bien a Méliès, pues le rentaba un espacio en la parte baja de su teatro. El hombre le habló del invento y lo invitó al estreno. El asombro fue mayúsculo; sin embargo, Méliès tuvo una gran decepción cuando le negaron la venta de una cámara o un proyector. Como en el aprendizaje del ilusionismo, debió ir a Inglaterra para lograr su objetivo, ahí buscó a Robert William Paul, inventor que había patentado el teatrógrafo. Con principios técnicos muy similares al aparato de los Lumière, Georges no tuvo problema en manejar el nuevo equipo (en formato ya de 35 milímetros) como un funcional proyector, pero lo increíble es que haya sido capaz de reconfigurarlo para convertirlo en un equipo de registro, es decir, en su propia cámara, con la que filmó La partida de naipes, su primera película. Era 1896 y seguieron maravillas como La desaparición de una dama en el teatro Robert-Houdin.
Los primeros registros de los cinematografistas captaban la vida cotidiana para exhibirla en su naturalidad. Los personajes estaban en el parque, la fábrica, la panadería o la plaza pública. Se movían, laboraban, sonreían, cruzaban en carruajes… había los que hacían malabares, ejecución musical o monta de corceles. Pero esos múltiples fragmentos de la vida, primero en Francia, luego en otros países de Europa y posteriormente en los espacios del mundo donde los Lumière habían enviado a sus técnicos (México, el primero en el continente americano), no poseían todavía una de sus mayores fuerzas hacia la posteridad: volverse un espectáculo.
Méliès, como buen ilusionista, necesitaba saber la manera en que se hacía el truco. Qué configuración técnica portaba esa caja de registro que había rebasado a la cámara fotográfica para mostrar a la gente viva. Georges hacía las gestiones, acudía a los fondos personales y adquirió su propia cámara. Para alguien como él no bastaba con conocer qué era lo que se presionaba y cuáles eran los fundamentos de obturación. Así como el ilusionista no puede calcular mal los tiempos para la doble compuerta, el encendido de la luz cenital o el telón que protege al asistente que desaparece, sabía que ese objeto tenía su teatro integrado. Lo que para él eran metros de escenario, altura de fondos, maquillaje y vestuario, para el nuevo aparato, el cinematógrafo, seguro que había mucho más que sólo hacer un registro correcto.
Proyectar la magia
Méliès fue quien se dio cuenta del verdadero potencial del cinematógrafo, también por accidente, pues al dejar la filmación detenida sobre una calle, descubrió la doble exposición en el revelado; en el cuadro a cuadro, en el rebobinado de la cinta, en la división del objetivo de la filmación, entendió como nadie los principios de la luz, la composición, la profundidad de campo, la altura de la cámara, la perspectiva, la distribución de elementos en cada plano (con lo que prácticamente inventa la perspectiva forzada), etcétera. Lo que posteriormente se vuelven tomas en vidrio pintado y composición digital, Georges lo hacía con tela y papel, con creatividad. Construyó sus estudios en Montreuil en 1897, tratando de evitar los problemas de luz que se le presentaban al aire libre. Su espacio tenía páneles de vidrio, estructura móvil de tramoya, centro de almacenaje de escenografías, sótano de acción y mucho más. El desbordado Méliès escribía, dirigía, actuaba, pintaba escenarios, maquillaba, editaba y repasaba el ilusionismo y a Fausto, en diversas cintas con apariciones diabólicas.
El ilusionista dibujaba previamente su magia. Cada personaje, roca, árbol, o fondo fantástico, se hacían en detalle por la pluma experta de Méliès. Sólo él sabía qué sección de sus dibujos estaría en primer plano, sería fondo, tendría movimiento, se elevaría por los aires o se haría humo. El director cambiaba las reglas para dar la espalda hacia el objetivo y dirigío dramáticamente como su elenco debía ejecutar, recitando los diálogos, pese a que todavia no habia sonido. Usaba un metrónomo que daba referencia de ritmo a los personajes. Pronto también se dio cuenta de que sus proyecciones podían tener color, por lo que pintó cuadro por cuadro varias de sus cintas sobre positivo, con chicas especializadas del taller de mademoiselle Thuillier.
Viaje a la Luna
Con el material novelístico de otro genio, Méliès desarrolla el proyecto de Viaje a la Luna (1902), insipirado en el clásico literario de Julio Verne. Si bien el cineasta francés lo combinó con la obra de H.G. Welles Los primeros hombres de la Luna, la película ya cuenta con el sello de su casa productora Star Film. La multiplicidad de elementos brinda un vigor fantástico. La cámara está fija, pero la escena nunca carece de movimiento. Hay que repasar sus otros trabajos, todos formidables, todos clásicos, como El hombre orquesta (1900), en la que Méliès se multiplica por siete para hacer orquesta completa; Juana de Arco (1900); El hombre con la cabeza de goma (1901); Gulliver (1902); La condenación de Fausto (1903); El reino de las hadas (1903); La sirena (1904); El palacio de las mil y una noches (1905); Las cuatrocientas bromas del diablo (1906), y A la conquista del polo (1910), donde el uso de plataformas, fosos, rebobinado de imágenes y trucos de toda escala siguen proporcionando un universo fascinante como el gran precursor de los efectos especiales, la fantasía y ciencia ficción fílmicas.
Entre 1905 y 1910 produjo mucho material a gran velocidad, tratando de competir con los nuevos mercados, cuyas casas productoras lo rebasaban para hacer muchas películas en poco tiempo, con propósitos de comedia de pastelazo y dramas tremendistas que estaban fuera de su concepto y estilo. Como muchos, trató de adaptarse, pero los ritmos lo ahogaron y dejó de ser competitivo. Sus piezas eran artesanías, con un cuidado que el oleaje industrial no podía aguardar. Méliès perdió todo en 1923. Acosado por acreedores, molesto y desesperado, el artista quemó negativos, fondos originales y otros materiales. No hay un registro preciso del número de cintas que hizo, pero se sabe que fueron más de 500.
Renacimiento en Montparnasse
De 1925 a 1932, él y su esposa rentaron un local para vender juguetes y golosinas en Montparnasse, París. En ese periodo se encuadra la estupenda cinta de Martin Scorsese Hugo (2011), donde Méliès (Ben Kingsley), pasaba su tiempo (descrito por él como el de un preso, cumpliendo el horario rígido de una tienda cuando estaba acostumbrado a la libertad personal y profesional). El realizador estadunidense ubica a un autómata, algo estrechamente ligado a Méliès, ya que él heredó a los verdaderos autómatas creados por Robert-Houdin cuando adquirió su teatro. Pero, como en las películas en que cabe un final feliz, es verídico que Georges fue descubierto en su local. Periodistas, seguidores, críticos y cineastas le visitaron, hasta que Jean Mauclaire, fundador del Estudio 28 de Montparnasse, una sala cinematográfica, acudió a verlo con una noticia asombrosa: encontró negativos de sus filmes en un almacén. Las latas pasaron a un cuidadoso rescate para compilar las filmaciones y hacer una presentación de gala en 1929. Méliès, el gran ilusionista de la imagen, terminó sus días muy tranquilo en 1938.