La frase “Yo apoyo al CIDE” fue, o aún es, un sintagma exhibido a modo de defensa de una institución que se presume atacada, al mismo tiempo, por la extrema derecha y por la extrema izquierda; o ya, directamente, en defensa de una institución víctima del aborrecimiento que le tiene el presidente López Obrador a los académicos, pues según el diagnóstico de un profesor del CIDE, hecho público en Aristegui Noticias, el Presidente sufre de una especie de sociopatía específica: odio a los académicos. Allí también expresaron que se avecina otra especie de golpe de Estado, ahora en forma de embestida con tanques de guerra a las universidades.
De los estudiantes nos queda claro que no defienden un proyecto, una perspectiva política o conceptual sobre la ciencia o sobre la educación de posgrado; están contra un procedimiento que consideran no democrático. Pero no sería creíble, se faltaría a la honradez cuando la palabra democracia se pronuncia como un emblema, un comodín unas veces sí y otras no. Podemos, por tanto, asumir que los estudiantes votaron por el doctor Cabrero, ex director del CIDE y ex director del Conacyt, y acaso votaron también por él, para su actual cargo en la Junta de Gobierno de la hermana institución de la UNAM.
Si esto es así, deben entonces explicarnos cómo es que participaron en favor de este nombramiento y/o en favor de quienes nombran y renombran a quien transfirió miles de millones de pesos del erario a las más grandes firmas nacionales y extranjeras. Estas transferencias, a fondo perdido, no nos dejaron ni patentes, ni desarrollo tecnológico y sí, en cambio, bajamos en indicadores de ciencia y tecnología. Podemos entonces comprender que se opongan, de modo airado e injusto al nombramiento de un director con la trayectoria académica del doctor Romero Tellaeche, quien propone no sólo reponer la pluralidad científica que fue eliminada del CIDE, sino que está del lado de la actual administración del Conacyt, es decir, de la institución que, en el campo de la ciencia, busca que lo público regrese a lo público y, así, obedecer al mandato que ganó democráticamente las elecciones en este país.
Cabe recordar que esos recursos entregados en efectivo se sumaron, en los anteriores sexenios, a dudosos enlaces entre instituciones públicas y empresas. Una modalidad, entre otras, puede ser llamada empreacadémicos, éstos alcanzan un estupendo sobresueldo a través de puntajes a los que tienen acceso privilegiado, por pertenecer a grupos de poder. Todos empresarios de sí mismos en diversas modalidades: evaluadores, planificadores, tecnócratas acríticos que se prestan a la ilusión de asesorar al Banco Mundial. Algunos empreacadémicos envían papers en inglés a editoriales extranjeras costosísimas, pagadas con recursos públicos y ganan, por el mismo producto, en pesos y dólares.
Que el CIDE cobre a sus estudiantes cerca de 70 mil pesos de colegiatura, nos ha hecho olvidar que es una institución pública, pero sus colegiaturas entran al rubro “recursos autogenerados”, algunos de los cuales se usan para dar otro sobresueldo a académicos que publican en inglés, en esas costosas editoriales y en un idioma que no es el de la mayoría de estudiantes y académicos mexicanos, para no hablar del pueblo al que se le culpa por no leer y que, sin embargo, está soportando económicamente estos centros de investigación que suelen reafirmar el racismo y el elitismo que ha afectado tanto a México y deja a tantos jóvenes sin esperanza de movilidad social.
El usufructo privado de los recursos públicos se expandió como cosa normal, pero carente de ética en el mundo de la academia. Ejemplo también son los que hicieron del Foro Consultivo Científico y Tecnológico su propia asociación civil; los mismos que deben rendir cuentas ante la justicia por el desvío de 244 millones de pesos, muchos dirigidos, textualmente, a gastos personales; otro ejemplo, la asociación civil llamada Prociencia, que sigue, ilegítimamente, enviando mensajes con los correos que pertenecen a la base de datos del Conacyt, ninguno dejado avanzar la propuesta del anteproyecto de ley del Conacyt.
Pero, ¿cuál es la propuesta de ciencia de estos empreacadémicos? No existe o es impronunciable, pues ¿quién podría estar abiertamente contra el derecho humano a la ciencia? ¿A quién podría irritarle tanto la búsqueda de ciencia abierta y gratuita para todos? ¿A quién podrían molestar los Programas Nacionales Estratégicos que buscan que la ciencia incida en la sociedad sin suprimir la ciencia de frontera, la libertad de investigación y de cátedra? ¿Por qué tanto alboroto por el nombramiento de un científico de la talla de Romero Tellaeche, que quiere responder a la búsqueda de una economía solidaria y sustentable? Es entonces importante comprender que lo que se defiende al atacar a Romero no es sólo un procedimiento, es un modelo de negocios que se incrustó en las universidades públicas y, en el CIDE, fue, para algunos investigadores, exitoso a escala internacional.
Parece que algunos empreacadémicos, y ahora también estudiantes del CIDE, extrañamente en contra de quien busca defender sus mejores condiciones, están pidiendo a gritos que otros estudiantes, que padres de familia, que otros profesores y académicos salgamos a las calles y defendamos la educación pública, que nos pronunciemos abiertamente por un proyecto nacional que instaure, de una vez por todas, el carácter de bien público que es inherente a la educación y a la ciencia. No se vota sólo por un presidente, se vota por un proyecto que ha sido una y otra vez atacado por empreacadémicos, por estos empresarios de sí mismos que quieren que las cosas no cambien o, más bien, que cambien para seguir igual.
* Investigadora de la UdeG, miembro del SNI