Uno de los grandes poetas latinoamericanos del siglo XX, Mario Benedetti, se preguntaba “¿qué le queda a los jóvenes?” en este mundo de consumo, violencia y escepticismo.
La respuesta que aventuró no podría ser más pertinente para entender la coyuntura política mexicana: “situarse en una historia que es la suya, recuperar el habla y la utopía; descubrir las raíces del horror, inventar la paz”.
Los jóvenes, éstos, son la generación que con nombre, apellido y credencial para votar nació poco antes de la alternancia en el poder. No es la generación de nuestros padres, arquitecta del México de la posrevolución y del desarrollo estabilizador. No es nuestra generación, la que edificó colectivamente un régimen más abierto en medio de vorágines económicas. No conforman –utilizando la definición de siglos cortos y largos del historiador Eric Hobsbawm– la última generación del siglo XX, sino la primera del XXI.
Son la generación de las redes sociales. La que se organiza, critica y participa. La que milita, pero también decide participar sin militar. La que crea y comparte contenidos en la red, pero también sabe tomar las calles. Son la generación que se formó en un nuevo modelo de familia, diversa, en un entorno social complejo de globalidad e inmediatez. Son la generación de valores en eterno conflicto, la de la violencia en las calles, el miedo y la amenaza persistente del crimen. La que se ha alejado de todas las religiones sin saber a ciencia cierta qué profesa, además de un profundo ánimo competitivo. Son, en muchos casos, la primera generación en educación superior, pero también en desempleo y frustración. Son la generación de la esperanza rota en 2000, la del disenso y la utopía postergada. La de interconectividad y comunicación instantánea.
México merece estar mejor, sin un paso atrás en las libertades construidas a lo largo del proceso de transición democrática. Si la sociedad ha cambiado, los jóvenes son la vanguardia y exponente más claro de esta transformación. Me atrevo a pensar que la vorágine de esta generación informada, globalizada, participativa, ha rebasado la capacidad de adaptación de la política y de los políticos. De ahí el consecuente derecho a la indignación. De ahí lo saludable de la protesta espontánea. De ahí la perversidad de quienes han querido colgarse el monograma de los jóvenes en la solapa. De ahí la necesidad de acusar recibo y entender el mensaje que esta generación envía a todos los que no pertenecemos a ella, Estado y sociedad.
Hablo de romper el paradigma de la relación gobierno-ciudadanos. De encontrar responsables públicos en un esquema de participación más abierto y democrático, no culpables; esa categoría solamente la utilizan los interesados coyunturales del ciclo electoral. Hablo de trastocar inercias y hacer de las universidades públicas verdaderos catalizadores del desarrollo humano. Un orgullo hidalguense, Miguel Ángel Granados Chapa, exhibió puntual y valientemente el uso y abuso de las instituciones educativas como patrimonio privado. No cejemos en esa lucha.
Hablo de invertir 1.5 por ciento del PIB en educación superior y 1 por ciento en ciencia y tecnología. De entender las razones de los jóvenes –los primeros de este siglo en términos políticos– para exigir una cobertura informativa justa, un Poder Legislativo eficaz, candidatos comprometidos, instituciones públicas que funcionen y una economía en marcha que no sólo les ofrezca un empleo, sino la posibilidad de trascender. Hablo de reconocer a los jóvenes como energía política y social, y no sólo identificarlos como sector poblacional.
He tenido el privilegio de asistir a decenas de foros universitarios con el pretexto de legar un aprendizaje, y la lección la he recibido yo: para entender a la generación del siglo XXI, no podemos tener oídos del siglo XX. Para transformar la inconformidad en diálogo y el disenso genérico en acuerdos temáticos, es hora de escuchar a los jóvenes. Eso nos queda, parafraseando al poeta. Inventar juntos y con urgencia la paz robada. Recuperar la esperanza: amalgama democrática que no conoce edades. Abrir puertas entre sus razones y nuestras respuestas, pues al final el camino a recorrer –la democracia– es el mismo y es el único.
La crisis del coronavirus les va a complicar la transición hacia la vida adulta, les va a impedir hacerse cargo de su propia vida, que van a tener que trabajar de cualquier cosa y no van a poder emanciparse, van a seguir dependiendo de su familia. “Eso me parece trágico, y no por tristeza, sino por la pérdida de recursos que supone para toda la sociedad”. La pandemia va a producir un cambio que es una cicatriz y que puede suponer un corte generacional porque se rechaza la participación de los jóvenes, no se crean espacios donde se puedan reunir y participen en desarrollar estrategias y soluciones de futuro para esto.
“No soy tan joven como para saberlo todo”, dijo Oscar Wilde, pero asumo que no hay mejor manera de entender la realidad política de este nuestro país joven.